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En los inexistentes códigos de urbanidad actuales, debería de figurar como motivo grave de descortesía y mala educación la insoportable costumbre de mirar permanentemente el teléfono móvil, que mucha gente practica como si el 'smartphone' fuera un apéndice de su propio cuerpo. La cosa empieza ... a resultar insufrible. Te reúnes con un cargo empresarial, un político o un periodista, y compruebas cómo responden a un tic irrefrenable consistente en consultar compulsivamente la pantalla como si esperaran leer en ella el anuncio del fin del mundo, habida cuenta el frenesí y la atención que le dedican al asunto.
Siempre he creído que quien no puede prescindir de mirar el móvil cada cinco minutos no debería tener relaciones sociales que impliquen dejar al interlocutor colgado en ráfagas intermitentes mientras este les comenta cualquier asunto de índole personal o profesional que, como condición básica, requiere atención y, en su caso, comprensión. La de veces que nos hemos visto hablándole al vacío mientras la persona que teníamos enfrente hacía una ostentación obscena del escaso interés que le provocaba nuestra conversación, desconectando de la misma para enfrascarse en sus chats de whatsapp. Últimamente, lo he visto en un alto directivo con tan escasa educación como sensibilidad a la empatía, en un célebre periodista, director actualmente de un medio digital, y en un amigo veterano atolondrado por mor de una tecnología que le aísla y separa del mundo. Así están las cosas.
Las redes de comunicación instantánea son de una utilidad absoluta, no hay duda de ello. El avance que suponen en términos de ruptura de barreras espacio-temporales resulta formidable. Todo está muy bien. Todo, excepto la dependencia que ha creado en determinados usuarios que ven su vida condicionada por una atención permanente que cada vez va a más, y que en los casos más graves termina en la consulta de psiquiatras y psicólogos especialistas en adicciones.
Te cuentan los expertos que si se les priva del móvil durante unas horas, este tipo de enfermos experimentan los síntomas propios de un cuadro de ansiedad. Una situación ridícula que exige una reflexión colectiva para dominar y no ser víctimas de aquello que se ideó para hacernos la vida más fácil, y no para complicarla con problemas añadidos.
Lo más alarmante es que este tipo de comportamientos se producen desde edades muy tempranas. Para muchos adolescentes es un drama estar algún tiempo sin comunicarse digitalmente con sus amigos, y si se acostumbran a vivir de día y de noche pegados a la pantalla, ese comportamiento va a agravarse aun más en su vida adulta.
Qué me dicen de quienes llegan a una reunión y lo primero que hacen es poner el móvil a su lado, bien visible, porque les da tranquilidad. O de los que se sientan a comer con un amigo y sitúan el aparato entre el pan y la copa de agua, para no perder el contacto visual. Y no digamos nada de los esclavos de toda suerte de señales acústicas que se ven martirizados cada treinta segundos por los pitidos que indican la entrada de un nuevo correo o mensaje de texto.
Esta pobre gente sufre tanto que su día a día debe de ser un no vivir. Contra ellos se puede hacer poco. Si hay confianza, se les puede conminar a dejar el teléfono al lado mientras conversa con nosotros. Seguro que lo intentan, pero también es seguro que al primer sonido avisador miraran la pantalla, aunque sea subrepticiamente, con la ansiedad de un ahogado. Y si aguantan sin hacerlo, veremos en sus rostros la señal imperiosa de la angustia. Definitivamente, son incorregibles.
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