Cuando, de chavales, quedábamos a las seis y media en la Plaza de Zorrilla, nos referíamos en realidad a esa pequeña plaza que hay dentro de la plaza y que debería tener un nombre. Aunque quizá lo tenga y sea yo el que no tiene ... ni la más remota idea, entiéndame. Me refiero a ese jardincillo con un elemento de piedra en el centro, que no sé qué es pero que parece una peana en la que se les hubiera olvidado poner el busto. Es algo parecido a una fuente de esas de chorro, pero sin chorro. En realidad, es un reloj de sol que, me temo, nadie ha consultado en su vida. Como el otro reloj, el de agua que hay en la gran fuente de la otra parte de la plaza. Porque les recuerdo que se supone que esos chorros marcan la hora. Se ve que la cosa en esa plaza es poner relojes raros: uno de sol, otro de agua y, quizá, alguien sugiera no tardando uno de arena que muestre, en gramos, lo que falta para que llegue el bus. El tema es que, al final, no te enteras de qué hora es porque no estamos para perder el tiempo haciendo trigonometría ni invocando a los cuatro elementos y todos acabamos mirando otro reloj, el de verdad, el de encima del edificio de Caja Rural, que es, por cierto, el termómetro oficial de la ciudad. Da igual lo que diga el meteorólogo, el móvil o la radio: en Valladolid hace la temperatura que dice ese reloj-termómetro. Y si exagera un poquito cuando hace mucho calor o mucho frío, pues mejor que mejor, que aquí nos gusta exagerar un poquito el tema de nuestra resistencia recia a todo tiempo de temperatura extrema.
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Pero volvamos al tema: yo tenía un amigo con ornitofobia así que, para tocarle un poco las narices, quedábamos en Avícola Guerra. Se quejaba, pero la otra opción que le dábamos era la pajarera del Campo Grande, que era como meterle dentro de 'Los Pájaros' de Hitchcock, pero con pavos reales en lugar de gaviotas. Qué maravilla era esa tienda, aun recuerdo el olor a pienso y a aves de corral y cómo me quedaba mirando el escaparate como si fuera un zoológico urbano. Ese era el lugar oficial para quedar y, como no había móviles, se hacía una cadena a través de la cual cada uno llamaba a otro. Y allá que te ibas, como un pincel y sin más contacto con las telecomunicaciones que el que te pudiera dar una cabina y cinco duros. Cuando, por fin, estábamos todos, íbamos a por un helado a Risko, a por una Coca Cola a Junko, a por una hamburguesa a Bronko o a por cualquier cosa mala para la salud que se sirviera en cualquier establecimiento que tuviera una letra k por el medio y que estuviera a menos de diez minutos. Aunque, en realidad, en el centro de Valladolid todo está a diez minutos, da igual donde estés. Es mágico. Durante una época también jugábamos al billar español en El Campero porque estábamos un poco flipados con 'El color del dinero'. En definitiva, que el entorno de la Plaza de Zorrilla siempre ha sido la zona cero, el epicentro de las primeras quedadas en un mundo sin móviles. Yo he pasado muchas horas allí, las suficientes como para asegurar que es uno de los lugares más maravillosos de nuestra ciudad. Hubo muchas críticas con la última reforma, pero, qué quieren que les diga, a mí me encanta, me parece un urbanismo moderno, elegante, sofisticado y europeo. Es cierto que, en esta ciudad, todo lo que se salga de los banquitos y los arbolitos parece una distopía futurista, deshumanizada y artificial. Pero no estoy de acuerdo con esa visión del urbanismo tan de Heidi. La Plaza de Zorrilla es un espacio fantástico de nuestra ciudad, un lugar especial, abierto, espacioso y con ese eclecticismo que tienen las ciudades vivas y modernas. Allí nace el Paseo de Zorrilla, el Campo Grande, allí nace la calle Santiago, Miguel Íscar y María de Molina. Casi nada al aparato. Y, por supuesto, allí nos encontramos a lo mejor de nuestras letras: la estatua de José Zorrilla, la estatua de Delibes cuidando el Paseo del Príncipe y el recuerdo de Cervantes en la Casa Mantilla, antiguo Hospital de la Resurrección en el que sitúa 'El Coloquio de los perros'. Y la Academia de Caballería, claro. Se le acusa de pastiche, y algo de eso hay, pero ese edificio es maravilloso lo miren por donde lo miren. Y, además, desde que el coronel Pascual me ha enseñado el cuartel de Farnesio, estoy totalmente ganado para la causa de caballería y llevo dentro un centauro legendario y un jinete valeroso y temerario. Lo que es la vida; yo, que era insumiso; yo, que pedí más prórrogas que un italiano en cuartos de final; yo, que, de pequeño, a los reyes magos les pedí unas cuantas dioptrías para ser excedente de cupo… me encuentro ahora cantando en la ducha: «¡Adelante, jinetes de Farnesio! Altas las frentes y alto el corazón». Y no me hago con una boina gris con el azor porque supongo que será delito. Créanme, más allá del prejuicio más paleto, ese cuartel merece una visita de todos los vallisoletanos que amen la historia. Y, desde luego, una columna por mi parte. Llegará. De momento, me limito a lanzar loas a la propia Academia, que es de donde salen los oficiales galopando, bien hacia Farnesio, bien hacia cualquier otro cuartel de caballería, como esos 'Héroes de Alcántara'.
Y todo esto nace de la propia Plaza de Zorrilla, que es un perfecto resumen de nuestra ciudad y el único lugar de mi ciudad por el que, cuanto más paseo, más me gusta. Podría dar vueltas por esa zona todos los días de mi vida, sin cansarme. Si San Pablo es el epicentro del XVI y XVII, este es el centro neurálgico del Valladolid burgués del XIX, del romanticismo, de los edificios bellos, de los parques oníricos, de los trenes que llegaron y los conventos que se fueron. Y, sobre todo, de los chicos que un día fuimos y que allí quedábamos cuando asomábamos la cabeza a la vida. Por cierto, que ya tengo nombre para esa plaza sin nombre. Yo la llamaría 'Plaza del Coloquio' y quitaría ese reloj para colocar un monumento a la amistad. ¿Y qué mejor homenaje que una escultura a Cipión y Berganza hablando en el lugar en el que tantas veces hemos quedado para hablar el resto? Puede que dentro de unos años ese sea el único recuerdo que les quede a los más pequeños para conocer lo que se hacía en un mundo sin móviles. Es posible que no nos enteráramos de la hora ni tuviéramos de qué hablar. Pero, creednos: nos sobraba el tiempo. Tanto que hasta los perros hablaban entre sí.
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