Aunque la izquierda gobernante use y abuse de la palabra 'negacionista' para desacreditar a los demás, lo cierto es que abundan entre sus doctrinas y comportamientos los ejemplos que permiten aplicarle su propia medicina. Negacionista se ha revelado recientemente el ministro de Consumo, Alberto Garzón, ... al cuestionar la idoneidad de las mascarillas FFP2, quizás porque se quedó enganchado a aquella ocurrencia de Fernando Simón de que eran 'insolidarias'. Negacionista es también la vigente Ley de Violencia de Género aprobada por el PSOE, en cuanto que niega la realidad compleja, diversa y pluricausal de la violencia ejercida contra las mujeres por sus parejas para reducirla a un solo factor, la violencia estructural machista. Y negacionista se ha mostrado también la ministra de Igualdad Irene Montero en su anuncio de que prohibirá el síndrome de alienación parental.
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El tal síndrome fue teorizado por el psiquiatra infantil Richard Gardner en 1985 para referirse a la manipulación que uno de los progenitores (habitualmente la madre, pero no necesariamente) puede ejercer sobre los hijos en un proceso de separación con el fin de causar daño a su ex pareja. Un daño que puede llegar a concretarse en testimonios inducidos de abuso sexual o maltrato contra el progenitor para atacarle y degradarle judicialmente.
La consideración médica de este tipo de comportamientos como 'síndrome' está ciertamente en cuestión, y la mayoría de las instituciones internacionales no la aceptan, por insuficiente acreditación científica. Aun así, la Real Academia de Medicina de España lo incluyó en 2019 en su diccionario como forma de maltrato infantil. Y las cortes penales de países como Finlandia, Nueva Zelanda o Países Bajos le otorgan similar tratamiento.
El término médico, por tanto, está discutido, pero el problema de la ministra es que negó la posibilidad de que exista la realidad que la palabra nombra. Y ahí es donde cayó en un pozo sin fondo que le llevó a negar la realidad tres veces. Y así, Montero negó que las madres tengan un especial poder emocional sobre los niños más pequeños, pese a que cualquiera puede acreditar la fuerza de ese vínculo en su propia experiencia. Negó, asimismo, que los niños puedan ser manipulables –cuando hasta los adultos lo son– lo que implica no aceptar la fragilidad propia de su edad. Y finalmente negó que pueda haber mujeres tan perversas como para actuar así, lo que refuerza la idea angelical que el feminismo tiene de su sexo, y en la que reincide una y otra vez. Tras la triple negación, sólo faltó que cantara el gallo. Pero hay que insistir en que negar la realidad nunca fue buen camino para mejorarla.
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