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Ahora que vuelven los autocines y los cines de verano, regresan como un imán las noches de jazmín que tejieron mi niñez junto al Mediterráneo. El crono de la cabina de proyección resuena en mi cabeza a un ritmo casi frenético de 24 fotogramas por ... segundo. Mi padre controla ese amasijo de hierro imponente que huele a acetato y vibra como una carraca.
La confortabilidad de aquel espacio, al menos a mi me lo parecía, se diluía al aterrizar en el patio de butacas. Filas encadenadas con asientos de hierro al aire libre que invitaban a venir de casa con un cojín bajo el brazo. La oscuridad escribía el prólogo de una sesión cinematográfica bajo un manto de luceros. Una vez acomodada en la esquelética butaca, mirar hacia esa minúscula ventana y ver esa luz me hacía sentir la persona más afortunada. Me dejaba envolver por la cálida sensación que me aportaba el pensar que él cosía los positivos solo para mi.
Pero los tiempos han cambiado y algunas buenas costumbres afortunadamente han regresado, quién sabe si tal vez para quedarse. La covid-19 nos ha impuesto otras costumbres que, miradas con optimismo, no pintan tan mal. El nuevo tiempo ha hecho que el séptimo arte vuelva con un halo de romanticismo al más puro estilo americano. Se amolda a la circunstancia y abre sus salas al aire libre, como antaño. El autocine se reinventa y se vuelve itinerante. Levanta en el horizonte gigantescas pantallas en blanco donde proyectar historias a las que entregarse.
Este verano, los estrenos se verán desde el asiento de nuestros coches y se escucharán desde la FM. Yo elijo de copiloto a mi padre. Es la nueva versión de los 35 milímetros que siguen oliendo a jazmín y a acetato.
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