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En primer lugar, hay que señalar que la necesidad de replantearse el actual modelo asistencial de la Atención Primaria (AP) en el medio rural de Castilla y León obedece, fundamentalmente, a la grave carencia de médicos, que impide prestar una asistencia adecuada a los ... pacientes, no a que el modelo sea intrínsecamente malo, que no lo es. Otra cosa es que, evidentemente, sea muy mejorable. Tampoco obedece a que la prevención y promoción de la salud hagan aguas en Castilla y León, que tampoco es el caso, sino a verdaderas carencias asistenciales.
No hay médicos suficientes para mantener el modelo actual y esta carencia la sufren los ciudadanos y los propios profesionales, que ven deteriorada gravemente su actividad profesional, lo que termina afectando, en un círculo vicioso, a los propios ciudadanos. Y esta situación, lejos de ser coyuntural, por su propia retroalimentación y las próximas jubilaciones, no hace más que agravarse.
No se discute, por tanto, la necesidad de intentar conciliar los escasos recursos profesionales, y también materiales, con las necesidades y expectativas de los pacientes, la calidad asistencial, la equidad y la accesibilidad en un medio rural despoblado, disperso, envejecido y con alta tasa de cronicidad, si no el cómo. Por todo ello, las soluciones deben ir encaminadas a solucionar, en este contexto, el problema principal y sus efectos colaterales, garantizando una asistencia de calidad. Y esas soluciones no deben demorarse.
Pero eso no se puede hacer sin tener en cuenta las expectativas profesionales, sus competencias específicas y sus posibilidades de desarrollo profesional; sin olvidarse de la motivación y el reconocimiento. También es necesario potenciar el trabajo en equipo con la jerarquización de responsabilidades y la subsidiaridad de las funciones, sin diluir ni traspasar competencias profesionales (sería un fraude a los pacientes), así como utilizar todas las herramientas que nos proporcionan las tecnologías de la información y la comunicación para disminuir las cargas de trabajo, acercar la asistencia a los ciudadanos y reforzar la calidad asistencial. Se precisa un cambio organizativo, no de modelo asistencial.
Pero tampoco con esto basta. Cualquier cambio que no sea entendido por los ciudadanos está condenado al fracaso, entre otras razones, por las enormes dosis de politización, populismo y demagogia a que está sometido este debate. Por todo ello, el consenso, el debate realista entre todos los implicados, es un requisito imprescindible para llegar a buen puerto y, en esa tesitura, la actitud de despotismo ilustrado de los responsables de la Consejería y de la Junta de Castilla y León no parece lo más aconsejable en este momento. Es más, puede ser el verdadero problema.
Murió la semana pasada, en su casa, con 98 años. Había remontado los últimos meses con fragilidad y cordura. Le conocí hace cuarenta años. Era discreto y hacendoso. Hasta los 94 acudía en bici mañana y tarde a su huerta. En temporada alta iba de vacío y regresaba cargado de frutos: guisantes, judías, tomates, calabacines, berenjenas, cebollas. Ahí dejo eso, solía decir al llegar con el cargamento. Aquello parecía el cuerno de la abundancia. Era una de sus maneras de querer a los que tenía alrededor. Desde niño manejó arados, bieldos, palas y azadas con lenta constancia. Paso a paso se llega lejos, decía. Además de cereales, cultivó viñas y probó suerte con frutales, solo propicios cada dos o tres años por el rigor de los hielos. Manejaba con soltura el hacha, el tronzador y la sierra. En su juventud, tarea titánica, sacó tocones del pinar para calentar la casa. En las matanzas era el matachín oficioso de la familia y de la vecindad. Siempre estuvo certero. Por supuesto, también destazó con destreza los marranos. Hizo la mili en Canarias y aquellas tierras con sus camellos y sus volcanes le marcarían. Durante años estuvo suscrito a un periódico católico; también seguía las noticias por la tele. Ordeñó siete u ocho vacas durante años. Lacónico y zumbón, nunca le vi exaltado, aun cuando ciertas historias le indignaran.
Este hombre se llamaba Miguel y era mi suegro. Influido por mi amiga Ester, canaria de La Palma, yo le llamaba don Miguel. Como a Delibes o a Cervantes. Era un hombre cabal y tranquilo, nada dado a exaltaciones. Hace años leí, en homenaje a él, 'Vida de Julio Agrícola', de Cornelio Tácito, que admiraba a su suegro, gobernador de Britania en la época de expansión del Imperio Romano. Destacaba que una de sus virtudes ante los británicos cuyos territorios había conquistado, era el de convencerlos, antes que vencerlos.
Cuando alguien moría y llegaban en tromba los elogios, solía comentar con cierta retranca: «Dios nos libre del día de las alabanzas». Tendemos a sobrevalorar a los que nos dejan ponderando acaso en exceso sus virtudes. No es el caso. Como en tantos hombres y mujeres de su época que tuvieron que apechar de mozos con la guerra y las dificultades materiales, mi suegro pertenecía a una generación de gentes austeras y entregadas; el trabajo bien hecho, además de una constante, fue una fuente de satisfacción. Muchas de estas personas devinieron cultísimas, no tanto por los libros leídos como por cultivar una relación con la naturaleza que las indujo a mirar su entorno con respeto. De manera que, sin saberlo, fueron ecologistas. Gente grande, atenta y generosa; de ahí, de la bondad, del respeto y del trabajo atento, nace su cultura.
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