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La deriva política de los nacionalismos, supongamos que como contrapunto a esta era de globalización, desciende poco a poco hasta subniveles que amenazan con desembocar en el micronacionalismo. Sería una corriente política acorde, desde luego, a estos tiempos de personalismo radical. Ya no es que ... solo cuente el «yo», es que cualquier asunto que circule por el entorno lo contraponemos a nuestras circunstancias personales más nimias para ofendernos, desautorizarlo, ridiculizarlo. Todo ocurre en función de nuestro pequeño circulito de ego afectado, el «microyo».
Así que era de esperar que el nacionalismo, que nace como defensa a ultranza de un nosotros (una bandera, un territorio, un idioma, una cultura), y se expande por contraposición a otros (los que me humillan, los que «ens roban», los centralistas), acabara de la misma forma.
La solución a los males propios consiste en desbrozar todo el entorno hasta quedar aislados. El 'yo solo' emerge como modo de prosperar económicamente, desgajado de parásitos que todo lo lastran. Un reduccionismo que cuaja entre los ciudadanos, inmersos en un mundo cada vez más vertiginoso, más incomprensible y más cambiante, y que necesitan, buscan, un asidero. «Si esa es la fórmula, bienvenida sea».
Solo que quizá no lo sea.
Este 2020 se cumplen 70 años de la declaración de Robert Schuman que dio origen al embrión de la actual Unión Europea. Hablaba de solidaridad, de superar rencillas y agravios –¡cinco años después de finalizar la II Guerra Mundial!– y construir juntos como vía de progreso. Un 'macroyo' del que hoy se ríen los 'microyos'.
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