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«Cuántos años tengo, hijo?»
«Casi noventa, mamá».
«¿Noventa? ¡Dios mío! Hay un salón allí al fondo del pasillo que está lleno de centenarios. No hablan, se pasan todo el día roncando. Espero que no llegue a ser como ellos». Luego, como un ... pensamiento añadido: «No cuentes lo que te digo a nadie».
Estuvimos en su habitación de una residencia donde ya había pasado 40 meses. Como escribí una vez en otro artículo, en 2019 se había caído en casa, golpeándose la cabeza contra una pared con tanta fuerza que quedó en estado vegetal mirando a media distancia sin decir nada, durante 180 días. Entonces un pequeño milagro: una mañana, sin aviso, abrió la boca y pidió una taza de té. Me gustaría contar que a partir de aquel momento todo salió bien, pero desgraciadamente la vida (o la muerte) no es así. Nunca recuperó sus facultades al cien por cien. La memoria, esa memoria de una señora con tantas cosas para contar, ya estaba en ruinas, y también su capacidad de iniciar una charla. Pero si podía escuchar, así que la conté la historia de su vida, de una niña aguantando los bombardeos nazis en la Segunda Guerra, de ser estudiante en la escuela de arte en Liverpool, de estar enamorada de un guionista de Montreal, de tener un hostal en la costa de Cornualles, de ser dueña de tiendas de discos en Camden Town, en Londres… Se la conté una vez tras otra. «Muy interesante», dijo, antes de olvidarlo todo. Decir que daba pena verla, disecada, incontinente, con pañal y bolsa de colostomía puestos, es decir poco, demasiado poco.
No hay buen momento para recibir una llamada telefónica para contarte que, si quieres decir adiós a un padre, debes venir ya, pero si hay unos malos. Cosas absurdas de la vida: cuando me pasó, estuve entre unas vacas en un prado en el condado de Wiltshire. ¿Llegaría a tiempo? Pues, sí. Sucedió que predecir la hora de morir es como predecir el tiempo, o sea, no es una ciencia exacta. Pasamos 11 días a su lado pidiendo a las enfermeras que incrementasen la dosis de opio para liberarla de su evidente miseria, cosa que se negaban a hacer porque era ilegal.
Un amigo me preguntó si estoy a favor de la eutanasia. Le contesté que no importa lo que yo crea, sino lo que creía mi madre. Y ella, irlandesa, católica, al fin de su vida sí estaba muy a favor. Así que hace poco, cuando el parlamento británico aprobó «la ley de la muerte asistida», sentí mucha alegría al saber que otras personas ya no tendrán que sufrir lo que ella sufrió.
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