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Por si venía una guerra. Todo se guardaba por si acaso, se almacenaba por si a la dichosa guerra le daba por volver. Una sartén vieja, una manta deshilachada, unos zapatos descosidos... Oyendo, en mi niñez, a aquellas personas, saqué la conclusión de que las ... guerras llegan de improviso, el día menos pensado. Fue cuando estaban en la era, alrededor de mediodía. Las pestes y las guerras, nos recuerda Camus, llegan cuando estamos más desprevenidos. Y entonces conviene tener a mano un remanente de todo para mejor soportar la carestía que conllevan. Yo no sé cuándo desapareció ese temor, cuándo se dejó de hablar de ello, cuándo los abuelos dejaron de almacenar cosas viejas. Acaso nunca y solo fue la muerte, que se los llevó, se llevó sus recuerdos, sus miedos, su hambre...
Pero el miedo nunca muere, me dije el otro día al toparme con inmensas colas de racionamiento en los supermercados de Madrid. El pánico a la escasez permanece latente en las personas –ignoro si más en el España que en otros sitios– y aflora su desagradable rostro en cuanto tiene ocasión. Todo fue anunciar que cerraban los colegios para evitar la propagación del coronavirus y la gente se lanzó a vaciar las estanterías de los supermercados. Y, quizás porque recordaban relatos y tiempos de su infancia, cuanto mayor era su edad, más grande era su carro de la compra. El miedo es el signo característico de la vejez. El coronavirus no es una peste como la que sucedió en Orán y que Camus nos relata, ni una guerra, pero desvela nuestra inseguridad en el futuro. Siempre aguardando un apocalipsis. Llenar la despensa, atestar el congelador. Imagino que, como en la maravillosa novela del francés, también habrá impagables gestos de solidaridad, de altruismo. Pero no me gustó que, en todos los carros, rebosantes de las innumerables cestas, como una perfecta metáfora, asomaran con profusión los rollos de papel higiénico. O estamos ya cagados o prevemos que el futuro nos va a traer mucha mierda y atesoramos el papel de celulosa igual que mi abuela guardaba los trastos viejos. Nosotros, los de ayer, seguimos siendo los mismos.
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