La España vaciada. Se ha puesto de moda esa expresión. Cada vez que la oigo, pienso en alguien abriendo el sumidero de la Historia, quitando el tapón al fregadero para que todo se fuera al garete. Vaciada. O imagino a uno de esos villanos de ... las películas de Batman y Superman, uno de esos que quieren hacerse con el mundo. ¿Para qué querrán el mundo? A lo mejor para vaciar esta España. Vaciada, dicen. Como de la noche al día. Pero uno, que nació –hace una vida– en ese vacío, recuerda bien que ya para entonces era un mundo liquidado, en agonía, desahuciado.

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Hace muchas décadas que esa España por la que claman está muerta; todos lo sabían, quienes se iban y quienes se quedaban porque no tenían dónde ir. Habrá subvenciones y festivales, documentales y libros de ensayo y miles de charlatanes en torno a una resurrección imposible, pero ni siquiera merecerá la pena preguntarse, al estilo Varguitas, cuándo se jodió esa España. Mucho antes de que todos naciéramos. Se repobló hace mil años y la cosa no ha dado más de sí.

La España vaciada, el espectro que ahora patalea en este segundo romanticismo, en el merlucismo agrario que diría un amigo mío. La Arcadia perdida. Si hubiera Internet, nos dicen, sería maravilloso vivir allí. Ja ja. Pero aquella España está bien así, muerta y quiera Dios que no resucite. No era el Paraíso que ahora inventamos. Atraso, barbarie, cerrazón, violencia, miseria, cainismo, ignorancia, egoísmo... convivían con unas pocas buenas, muy pocas y muy buenas. No era Xanadú, era nuestra alma más atrasada y cerril. Quien lo probó, lo sabe. Quien la amó, lo sabe.

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