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Don Juan de Borbón, el día que cedió los derechos dinásticos su hijo don Juan Carlos en mayo de 1977. Manuel H. de León-EFE

Mensajes, razones, sueños

El avisador ·

«Y si los sueños de los grandes se derrumban, ¿qué podemos esperar en estos días las pequeñas personas»

Carlos Aganzo

Valladolid

Sábado, 26 de diciembre 2020, 08:38

Lo aprendió en casa desde muy temprano. Tenía nueve años cuando oyó decir a su abuelo aquello de «¡Majestad, por España, todo por España! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!»: la frase con la que Don Juan de Borbón cerraba definitivamente sus aspiraciones a ceñirse la ... corona, y dejaba en manos de su hijo, Don Juan Carlos, los derechos dinásticos de la familia. Sin duda pensando en aquello, el rey Felipe VI aceptó en su día que Juan Carlos I abdicara para tomar él a su vez la sucesión. Más tarde aceptó que su padre dejara el país ante las sospechas de fraude fiscal. Luego ni siquiera le permitió regresar a casa, ni siquiera con mascarilla, por Navidad. Y al final aceptó dedicarle su propia frase lapidaria en el discurso más esperado del año.

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Pocas palabras, pero muy claras: los principios morales y éticos «obligan a todos sin excepciones», y están por encima de cualquier consideración, «incluso de las personales o familiares». Todo por España o tal vez, en palabras de Gabriel García Márquez: «Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre». Las hijas de Don Felipe, que son mayores que él cuando sucedió lo de la renuncia de Don Juan, habrán tomado sin duda buena nota. No sé qué hacemos los españoles embobados con la serie británica 'The Crown', cuando aquí tenemos tanto en qué pensar.

A algunos, como al inefable Pablo Echenique, el público repudio sigue sin parecerles suficiente. Para otros, el caso del rey Juan Carlos ha alcanzado ya la altura de categoría: los sueños se hunden. Ni siquiera Michael Jackson, que llegó a tener todo el dinero del mundo, pudo escapar de esa maldición. Su reino sin corona, aquel rancho llamado Neverland en el que quiso vivir su triste ilusión de dejar de ser negro y dejar de ser viejo, acaba de venderse por una quinta parte de su valor.

Lo ha comprado, por 22 millones de dólares, un tal Ron Burkle. Quizás con la intención de revendérselo a Donald Trump, ahora que el líder del mundo ha perdido su trono. Un líder, por cierto, que no pierde ocasión para dejar en evidencia que para él las necesidades familiares, y sobre todo las personales, están muy por encima de cualquier otra consideración, incluso de las morales y la éticas. Dos formas diferentes de enfrentarse a un mismo problema. En definitiva, dos mundos.

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Y si los sueños de los grandes se derrumban, ¿qué podemos esperar en estos días las pequeñas personas? No sé si como los valencianos, que han abierto sus locales nocturnos a plena luz del día para hacerse la ilusión de que celebraban la fiesta de Navidad. O si como todos los demás, que se han disfrazado de familiares, de allegados o de lo que fuera menester para besarse en secreto y para seguir soñando que con las vacunas vamos a volver al fin al reino de los abrazos. Morir, dormir, tal vez soñar. Eso que la Navidad todavía nos permite, incluso frente a los mensajes que nos dirige la televisión. «Yo también soy un sueño fugitivo –escribió Borges– que dura unos días más que el sueño del prado y la blancura». Estiremos ese sueño, por grotesca que nos parezca la realidad.

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