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Escondidas en almacenes secretos. Custodiadas por la policía. Dispuestas a ser administradas con usura por las autoridades sanitarias. Con más fe en sus propiedades que en las del bálsamo de Fierabrás. Así van llegando en cabalgata, como los Magos, las vacunas de Pfizer. No desde ... Oriente, sino desde Puurs. Y traen con ellas un mensaje de esperanza. Vienen, sobre todo, para dar oxígeno a una población en los límites de la desobediencia. Una población que mira con lupa el menú de las prohibiciones y de las permisiones navideñas. Y que desespera.
No tendrán efecto sensible, las vacunas, al menos hasta el final de la primavera. Más o menos cuando el mapa de la vida y de la muerte termine de cerrarse con la entrada en vigor de la ley de la eutanasia. También en este caso serán las autoridades sanitarias las encargadas de administrar las dosis contra el sufrimiento improductivo. Y lo harán en aras de su «alta demanda social». Tan alta como la de las drogas o la del internet basura, por lo menos. Un paso más para que las autoridades sanitarias pierdan el apellido y se queden en lo que ya son: autoridades. Administradoras únicas del poder de las moiras.
Al cabo, ni la covid ni los suicidios parecen grandes enemigos en el camino hacia la superpoblación mundial. La OMS cree que el 10 por ciento de los seres humanos ya está infectado por el virus. Pero la ONU asegura que nada va a impedir que en el 2040 haya 8.000 millones de personas pisando la Tierra. La pandemia, en todo caso, con su inmensa capacidad para distraernos de otros problemas, como el de la emergencia climática, lo único que va a conseguir es que los que vivan, vivan peor. Algo en lo que también piensan las moiras y sus administradores. Habrá que reducir la esperanza de vida por decreto, para compensar.
Esas son las grandes cosas, porque las pequeñas tampoco nos dejan de preocupar. Pensar, por ejemplo, cómo puede ser que a Pedro Sánchez no le dejen marcharse este año a pasar las navidades a Doñana y que al rey emérito le obliguen a quedarse en Abu Dhabi, con sus temperaturas extremas en diciembre: 24 grados de máxima y 17 de mínima. O mirar a ver qué se nos ocurre para difundir la imagen de los primeros vacunados de nuestro país. Tal vez buscar, frente al Shakespeare de los británicos, a algún Miguel de Cervantes que esté en una residencia de ancianos sin acceso, todavía, a la muerte digna. O mejor, a un Francisco de Quevedo que nos diga, antes del pinchazo: «Ayer se fue: mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado».
Cansado de que la mascarilla no le deje respirar y, sin oxígeno, la cabeza se le pierda. De luchar contra molinos de viento en forma de gobierno distópico y baratario. «Gobernar –decía Ezra Pound– es el arte de crear problemas con cuya solución se mantiene a la población en vilo». Pero con mayor inspiración lo ha dicho el doctor Igea, investido de su doble autoridad, sanitaria y gubernativa: «Sean ustedes mejores que quienes les gobernamos». Le ha faltado decir, como decía Franco: «Y hagan como yo: no se metan en política». Sabia conseja. Podéis ir en paz.
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