La prosa política cotidiana es triste, decepcionante, quizá porque, resueltos los grandes problemas de supervivencia, todos nos centramos en lo trivial, en las querellas cuasi domésticas e irrelevantes. El éxito de los programas rosa, en que se hurga en los entresijos más viles de las ... personas, da idea de la banalidad del mal en nuestra sociedad. No de un mal sobrecogedor y rotundo sino grosero y vulgar. Quizá por ello, porque a menudo tropezamos con la miseria humana, resultan refrescantes algunas reflexiones optimistas que nos muestran que la realidad es mucho más pletórica y hermosa.

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Roger Senserrich, fino analista, acaba de publicar un breve trabajo, 'Sueños de nuestros padres', en que dice: «La generación de la Transición española tiene algo casi inconcebible, milagroso, en que no se quedó a medias. España, a partir de 1978, dejó de ser un país de dictaduras y golpes de Estado y se convirtió en una democracia plenamente funcional, tan buena (o tan mala) como cualquier otra democracia europea. La modernización económica del tardofranquismo no fue un espejismo, sino que se consolidó. El país de curas y obispos fue uno de los primeros en aprobar el matrimonio homosexual en todo el mundo, y uno de los lugares más abiertos y tolerantes del planeta. España tuvo, al fin, cuatro lenguas oficiales, aceptó su plurinacionalidad, y a pesar del inacabable conflicto catalán, es más fuerte por ello. Los últimos 43 años de la historia del país son una época de éxitos: España no tuvo tantos años seguidos de avances, paz y prosperidad desde el reinado de Carlos III».

Este retrato es fiel a la realidad, y es el que contemplan quienes nos miran desde cualquier punto de la globalización. Somos nosotros quienes más infravaloramos nuestros logros.

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