Sucedió hace años. No era una carrera top, aunque el protagonista de esta historia venía de ser bronce olímpico unos meses antes en los Juegos de Londres. El atleta keniata Abel Mutai recorría los últimos metros del cross de Burlada. De repente, se detuvo. Creía ... que la carrera había terminado. Tras él llegaba el atleta español Iván Fernández. Al darse cuenta de lo que sucedía le gritó para que continuara corriendo. El keniata seguía con el pequeño trote post carrera pensando que ya había ganado. Iván Fernández llegó a su altura y le empujó para que no se parara. Y así, casi a empujones, cruzaron la meta.

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El keniata por delante y, tras él, el español. Los periodistas le preguntaron a Iván Fernández por qué le había dejado ganar. El español dijo que no le había dejado ganar. Que el keniata iba a ganar la carrera. Que esa victoria era suya. Que si hubiese ganado él no habría tenido ni mérito ni honor. Que su madre no habría estado orgullosa de ello. He pensado en esta emocionante historia varias veces durante los recién terminados Juegos de Tokio, en plena resaca de vigorexia televisiva. Sobre todo, tras leer algunos comentarios en las redes sociales. Internet on the rocks dando derecho de palabra a legiones de imbéciles (Eco dixit).

Todo el deporte, de repente, politizado e idiotizado. Expertos de sofá que lo más cerca que están de hacer deporte es cuando van a la nevera a por una cerveza criticando a atletas que han sacrificado varios años de su vida para acudir a los Juegos. Seguramente mediatizados por la medallitis que transmitían los periodistas en todas sus intervenciones. Por cierto, 58 millones de euros se ha gastado TVE en la retransmisión de estos Juegos Olímpicos. En una época tan terrible, quizá no sea lo más honesto o justo gastar esa salvajada de dinero. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué son 58 millones de euros? Calderilla para el padre de Monchito y Macario. Eso dicen.

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