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Ocurre cada año. A la vuelta del verano los sellos editoriales preparan lo mejor de sus catálogos para ir calentando el punto de venta de cara a la Navidad. Y, cual si se tratara de aves migratorias de aguzados picos y negro plumaje, aparecen esos ... y esas que han permanecido afilando sus uñas agazapadas en lo más profundo de sus cavernas, aguardando impacientes a que llegara su momento: la publicación de determinada novela. Ojo, no es el contenido lo que les importa, sino quién la firma. Entonces sí, alzan el vuelo, baten sus alas, y se lanzan en picado sobre su presa literaria.
Ni siquiera son críticos especializados, ya quisieran, ni bloggers, con el trabajo que implica eso. Quita, quita. Son de otra especie. Son cagalástimas que lo han intentado y no lo han logrado; lloracharcos a quienes la frustración les lleva a arremeter contra los que sí lo han conseguido; meapenas que no pueden soportar que el mundo no valore su talento. Son proyectos inconclusos de escritores que, ajenos al oficio, están convencidos de que la novela que llevan dentro debe ser leída por todos y cada uno de los pobladores del planeta, traducidos a todas las lenguas de la galaxia, y, por supuesto, premiados en todos los certámenes habidos y por haber. Reconocidos. Amados. Encumbrados. Sin embargo, los que saben del paño –léase: los editores–, no consideran que sus trabajos merezcan papel que los amamante, vamos, que no hay por donde agarrar esa historia mil veces contada y un millón de veces leída.
Si consiguen publicar su difusión apenas sobrepasa el umbral familiar. Es entonces cuando, espumarajo en boca, acuden a los ránkings de ventas y anotan los nombres de esos escritores –españoles a poder ser– que viven del oficio, esos cuyas novelas copan los lineales de las librerías donde deberían estar las suyas. Es entonces cuando, desde el anonimato que les proporcionan las redes sociales, atacan. Es entonces cuando exprimen su escaso talento para vomitar sobre ese título en concreto que no se han leído ni piensan leer, pero que se han empeñado en despedazar con sus garras infectas, corroídas por la envidia.
Me dan penita. Trato de imaginarme ese mal sabor de boca que debe dejar tanto masticar éxito ajeno y el ardor de estómago que implica digerirlo. Y defecarlo. Dolor. Pobres. Me gustaría acunarlos, acurrucarlos y susurrarles al oído la solución contra todos sus males: lee. Déjate llevar por la gélida atmósfera que envuelve la trama de 'No hay luz bajo la nieve', de Jordi Llobregat; viaja en el tiempo de la mano de Pérez-Reverte y vive un relato de frontera metido en la piel de Sidi; conoce a Antonia Scott y deja que te explote la cabeza en 'Loba negra' de Juan Gómez-Jurado, o que se te caiga el alma a los pies con cualquiera de Víctor del Árbol; permite que tu corazón se acelere al pasar las páginas de 'La cara norte del corazón' de Dolores Redondo o de 'Los señores del humo' de Claudio Cerdán; trata de entender cómo se maneja el léxico leyendo 'La gallera' de Ramón Palomar.
Disfruta y aprende de los consagrados como Lorenzo Silva, Rosa Montero, Javier Marías, Almudena Grandes, Carlos Ruiz Zafón o Eduardo Mendoza, por ejemplo, y de los que luchamos por serlo algún día, como Benito Olmo, Blas Ruiz Grau, Elisabeth Benavent, Gabri Ródenas, Rosario Tey, Javier Castillo, Carmen Mola, Roberto López Herrero, María Oruña, Daniel Fopiani, Miguel Gane y tantos otros.
Lee, lee mucho, que casi todo lo cura, es posible que incluso la idiotez.
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