Por mayo y por mascarilla

Pero la mascarilla, puesta y no puesta, me deja en la carrera un regusto a caries, a bilis en los paladares. Corro con la mascarilla por dar ejemplo a mí mismo, por ponerme un Gólgota que cumplir. Llevar mascarilla en el pinar, solitario y redundante, parece un escrache a mí mismo. Y lo es.

Una mascarilla por decreto es necesaria, aunque el Gobierno sobre el asunto mantenga una pajarraca asimétrica y progresista de tres pares de respiradores. La mascarilla verde es cosa de paritorio, la blanca de japonés neurótico y de paciente imaginario. Yo llevo las mascarillas que vende Nazario en la gasolinera; son unas mascarillas así, de usar y tirar, como lo de los aplausos en los balcones que, por mucho que digan, no compensan ni los esfuerzos del MIR ni los sanitarios que han muerto. Quizá la extensión de la mascarilla sea un populismo necesario, y Nazario me avisa de que son de un uso mientras pone el café y pasa lista de los camioneros que ya no se surten lo que se servían. Es raro vernos en la paramera con la boca tapada, que no enmudecida. La mascarilla tiene su mecánica, como el mar y el amor del poeta. La cuestión es que el vino se enrancia entre sorbos de mascarilla. Y eso, como un erte, también es el morir.