Una máxima muy conocida, que extrae su consideración del principio de reciprocidad, te anima a no hacer con los demás lo que no quieres que hagan contigo. Este ha sido un consejo que hemos oído repetidamente en el colegio y en casa. En cuanto le ... hacías a alguien una trastada, enseguida recibías la admonición en la cara. Era un principio básico que funcionaba de inmediato para poner fin a las rencillas diarias que se montan entre hermanos por un quítame esas pajas.
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El potencial de la frase aumenta si se le presta un tinte social que no poseía la primera versión, que apenas salía del domicilio o del aula. Para conseguirlo basta con recomendar que no dejes que hagan a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. En el primer caso, te sugieren un modo equilibrado de tratar a la gente, en el segundo, te proponen la obligación de defenderlos a ultranza. Esta segunda versión la empiezas a entender de adolescente, y la oyes principalmente fuera de casa. Los padres y los maestros son conservadores por necesidad y, en general, tratan de evitar riesgos a sus hijos o alumnos. Se limitan a recomendar que no se haga el mal, y son más cautos a la hora de animar a la defensa de los demás.
La primera adaptación es más bien burguesa, mientras que la segunda revela un aire más comprometido. Sin duda, no es lo mismo intentar no hacer daño a nadie, que arriesgarse activamente en su defensa. La distancia que separa las dos ideas es la misma que va del individualismo al activismo o del egoísmo al altruismo generoso.
Hoy en día se diserta sobre el conformismo de los jóvenes, sobre su fascinación por las redes sociales y su falta de rebeldía. No hay noticia de motines juveniles, más allá de Hong Kong y algo del 15 M entre nosotros. Los movimientos actuales más vivos y entusiastas, como el de los chalecos amarillos, el Me Too o el Black Lives Matter, son movimientos populares de carácter transversal y temático, no estrictamente juvenil. Los jóvenes no se unen por una causa tan general como lo era la libertad para las generaciones anteriores. Quizá porque sufren dificultades, no opresión. No viven en una sociedad de represión sino en una de excitación e incitación, lo cual modula de otro modo la oposición. Quizá sus reacciones no sean tan cálidas, pero pueden ser más eficaces a la larga. El control social hoy es mucho más sutil. Sus cadenas son invisibles y van presentadas con envoltorios de liberalidad que inducen otro tipo de respuestas contrarias, más lentas y reposadas, sin la efervescencia explosiva de las antiguas. La libertad ya no está debajo de los adoquines, como en Mayo del 1968, sino en la calidad del aire que respiramos. Los líderes ecologistas no son jóvenes sino adolescentes, como si en los nuevos tiempos la rebeldía madrugara, los jóvenes se comportaran como adultos y fuera la infancia quien poseyera la verdad de los tiempos y de los hombres.
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