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Desde el pasado jueves, el Gobierno nos ha liberado de la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores. Afortunadamente, en esta ocasion, no han recurrido a esa expresión cursi de «las calles volverán a llenarse de sonrisas», lo cual es muy de agradecer. La medida se ... ha implementado pocos días después de que el Congreso convalidara el decreto ley de su obligatoriedad, en un ejercicio de incongruencia digno de mejor causa. Pero es lo que hay. En diciembre, ante el avance imparable de la variante ómicron, Pedro Sánchez compareció inopinadamente en televisión para ponernos el cubrebocas.

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No había ni una sola evidencia científica que avalara la utilidad de su uso en exteriores, pero el Gobierno pensó que tenía que parecer que hacía algo y recurrió a una medida tan absurda como imponer el uso de ste adminículo en la calle y liberarnos de él cuando entrábamos en un bar situado en interiores. Un contradios, se mire como se mire.

Ocurre que cinco días después, hay quien se ha liberado de esta atadura bucal con enorme alivio, y quien continúa llevando la mascarilla atornillada a la cara, configurando así un paisaje en forma de dicotomía muy propio de nuestro carácter carpetovetónico. Los que aún siguen con la mascarilla al aire libre lo hacen porque no acaban de fiarse de la liberalización de su uso. Entienden que así están mejor protegidos y que conjuran más eficazmente los efectos del virus. Da igual que los transeúntes caminen a suficiente distancia por las aceras o que sople un viento que arrastre cualquier miasma a buena velocidad, ellos creen que sin el tapabocas pueden contagiarse y no hay más que hablar, por mucho que el Gobierno les exima de su uso.

Hay personas exageradas que han exhibido en la pandemia un comportamiento desmesurado que, en muchos casos, no les ha eximido en absoluto del contagio. Recordemos a quienes salían protegidos por una especie de mampara plástica que les hacia asemejarse a los técnicos en desactivación de explosivos. También los que usaban guantes de nitrilo o los que se rociaban con desinfectante como si aquello fuera agua bendita que espantara su riesgo personal.

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Hubo quien acabó con las manos en carne viva, por mor del gel desinfectante, y quien esparcía alcohol por los cartones de leche, los botes de detergente y los paquetes de macarrones. También, conocemos a los que dejaban los zapatos en el descansillo y a los que echaban toda la ropa a la lavadora en cuanto llegaban a casa. Las neurosis son libres y contra gustos, como cantaba Serrat, no hay ni puede haber disputa.

Recuerden como hace dos años por estas fechas, las farmacias exponían en sus vitrinas unos rudimentarios carteles que advertían de la ausencia de alcohol, líquidos desinfectantes, aspirinas, guantes y termómetros. La psicosis llevó al desabastecimiento de papel higiénico en los supermercados y a que contempláramos estanterías vacías por aquellos que atisbaban una especie de nueva guerra mundial trastocada en amenaza sanitaria. Exagerados ha habido siempre y la pandemia ha sido una pasarela de exhibición para ellos.

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Con todo, lo peor es el alma de policías que han exhibido algunos desde los balcones, chillando a quienes no llevaban mascarilla. Ciudadanos trastornados, con alma de partida de la porra, que han disfrutado ejerciendo ese animo delator que tantas desgracias causó en otros tiempos de nuestra historia. En resumen: los más recalcitrantes no se fían de nadie y hay quien afirma que llevará tatuado el cubrebocas hasta el fin, no de la pandemia, sino de sus días. Genio y figura.

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