![Mascarillas en la Castellana](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202003/05/media/cortadas/mascarilla-koFD-U100399802178AME-624x385@El%20Norte.jpg)
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Al principio, no hace muchos días, constituía una imagen exótica, insólita y chocante. Un paseante por la Castellana madrileña, zona de oficinas por antonomasia, con la nariz y la boca cubiertas por una mascarilla. Simultáneamente, algunos avispados comerciantes sacaron a las calles puestecillos con máscaras ... sofisticadas, propias de una explosión nuclear o una emergencia por gases altamente tóxicos. El negocio debió de ir bien, porque en pocas fechas las existencias se agotaron y no quedó en la ciudad una sola mascarilla disponible en tiendas ni farmacias.
Los supuestamente más enterados alardeaban de haber comprado algunas a través de portales de Internet, aunque, eso si, a un precio más propio del marisco en Navidad, que de lo que realmente costaba el artilugio. Ya saben, la actuación inexorable de la ley de oferta y demanda. La misma, por cierto, que ha hecho que en Italia los frasquitos de desinfectante de manos que pueden adquirirse en una farmacia por menos de cinco euros hayan multiplicado su precio por cinco o seis, ante la escasez de producto y la enorme cantidad de gente que acude a comprarlo.
Hoy es el día que al pasear por el centro financiero de la capital de España a primera hora de la mañana, uno puede toparse con decenas de viandantes que parecen salidos de los equipos de trabajo de Chernobyl. Algunas mascarillas parecen mamotretos con los que debe de resultar difícil hacer una vida medianamente normal. Y, además, uno supone que en algún momento sus portadores habrán de desprenderse de tan molesta impedimenta para hacer una vida medianamente normal.
Gente precavida, sin duda alguna, que quizá no ha reparado en que la verdadera utilidad de las mascarillas es evitar el contagio a las personas cercanas cuando uno ya es portador del virus, mucho más que evitar el contagio por inhalación. Seguramente, tampoco son conscientes de que con un simple y efectivo lavado de manos con jabón se consiguen los mismos o mayores efectos que embadurnándose de geles alcohólicos de toda laya. Pero da igual. La histeria se propaga con mayor velocidad que el Covid-19, y los sensatos consejos de las autoridades sanitarias parecen no abonar en mentes convencidas de que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.
Animado por la deformación profesional de preguntarlo todo, hablo con una farmacéutica que relata cómo no para de entrar gente pidiendo mascarillas, desinfectantes y hasta antirretrovirales, sin saber muy bien qué es lo que están solicitando. La psicosis de algunos es tan paradigmática como irracional y dañina, porque el desabastecimiento de mascarillas en las boticas afecta, por ejemplo, a los enfermos inmunodeprimidos en tratamiento oncológico que sí necesitan de este material ahora inencontrable.
Todo esto demuestra que quien más quien menos le tiene un miedo cerval a la parca y piensa hacer lo que sea para prolongar su estancia en este valle de lagrimas todo lo que pueda. Temerosos del Apocalipsis inminente, la gente hace caso a los bulos que circulan por las redes y a los consejos espurios de su vecina la del quinto. En época de hiperinflación algunos medios, los menos, han encontrado un filón en el miedo intentado sacar partido de una situación tan desdichada.
Claro que hay que tomarse en serio la extensión del coronavirus, pero con sensatez y sin alarmismos. Los afectados pertenecientes a los grupos de riesgo son quienes deben contar con todos los recursos sanitarios, a veces colapsados por aquellos que, ante un simple estornudo, creen ver ya la imagen de su esquela en el periódico.
Tranquilidad, por favor.
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