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Por una vez, sólo por esta vez, queremos ser rebaño, formar parte del mismo y beneficiarnos de esa inmunidad general que estamos desgraciadamente tan lejos de conseguir. Sólo un 5 por 100 de españoles pueden exhibir su protección ante el virus más letal que ... han conocido las generaciones actuales. Por eso, la mascarilla se ha convertido ya, por la propia fuerza de los hechos, en un adminículo imprescindible de nuestro atuendo personal. Salir a la calle sin tapabocas genera, alrededor del osado que lo hace, una serie de reacciones que oscilan entre las miradas furibundas y las increpaciones de diferente calibre. La vocación de Gestapo ambulante anida en muchas almas, erigidas ahora, con la obligatoriedad, en vigilantes inmarcesibles de la nueva normalidad.
Hemos aprendido tanto de las mascarillas que ya recitamos de memoria sus tipos y cualidades. Sabemos que las quirúrgicas y las higiénicas sólo filtran el aire exhalado, pero no actúan de igual modo con el inhalado. Las FFP2 y FFP3 filtran tanto el aire inhalado como el exhalado, pueden tener válvula o no y son recomendables para los profesionales sanitarios y las personas incluidas en los grupos de riesgo. En fin, que existe toda una panoplia de posibilidades que los ciudadanos tratan de manejar de la mejor manera posible mientras algunos despuntan como expertos en algo que nunca habríamos pensado que tendríamos que incorporar a nuestras vidas. Hay quien te da una charla magistral sobre las que son reutilizables y las que no, o te ilustra de las bondades de la que lleva puesta que, indefectiblemente, siempre resulta mejor que la tuya. Vamos, como si presumiera del último modelo de coche deportivo. A esto hemos llegado cuando ya se anuncian mascarillas de diseño fabricadas por los grandes de la moda italiana. Una de Gucci, Dolce & Gabbana o Armani, supondrá, sin duda, un toque de distinción para demostrar que no somos todos iguales, y que en esto de la protección frente al virus todavía hay clases.
Tengo para mí que la mascarilla constituye, en sí misma, toda una metáfora del confinamiento, el símbolo del momento actual por el que atravesamos, un yugo al que estamos uncidos mientras vemos constreñirse nuestra vida y nuestras libertades. No recuperaremos la normalidad hasta que podamos exhibirnos a cara descubierta, lo que será indicativo de que existe una vacuna o disponemos de tratamientos eficaces contra la Covid-19. Mientras tengamos que usar este apéndice incómodo, que dificulta la respiración tanto como la comunicacion, nuestra vida continuará afectada por la clausura, por mucha fase 2 o 3 en la que nos encontremos.
Cuesta imaginar cómo será el amor en estos tiempos de coronavirus, de qué manera son compatibles los besos enamorados con la coraza labial que impone la mascarilla. También cuál será la metodología para sentarse en un restaurante -en el que será obligatorio el tapabocas- y degustar su carta, aparcando quizá su uso entre bocado y bocado. Y no digamos nada de lo marciano que va resultar salir a tomar una copa, cuando las autoridades sanitarias nos otorguen la libertad condicional, y relacionarse con otras personas teniendo la cara cruzada de lado a lado por una tela tan incomoda como agobiante. La afectación a todos los órdenes de la vida resulta tan obvia como inevitable. Estamos abocados a llevar la mascarilla por una larga temporada, porque la normalidad, nueva o antigua, tardará aún mucho en llegar. En fin, es lo que hay y habrá que acostumbrarse a vivir embozados para evitar al bicho. No nos queda otro remedio.
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