De pequeña quería llevar gafas, parecerme a Harry Potter y jugar a empañar los cristales con la sopa. Llegué a fingir en el oculista que no era capaz de leer bien la tabla de Snellen. Acabé con unas gafas rosas. Duraron un año. Pasada la ... comunión, comprendí que no me hacían interesante y que eran incómodas para muchas cosas: al hacer deporte, al vestirse, al llover…

Publicidad

Pasé la niñez y la adolescencia con la mirada desnuda. Volví a llevarlas en la carrera por una cicatriz en mi ojo derecho. Desapercibida durante 20 años, planteaba un problema para mi oculista. Todo apuntaba a una enfermedad degenerativa de la córnea que podría dejarme ciega. Mi padre y yo recorrimos España durante meses en busca de segundas opiniones. No conseguimos nada hasta que volví a Valladolid y visité el IOBA. En seguida plantearon algo nuevo: un herpes que no recordaba. El pronóstico era bueno: tomar medicación preventiva y volver a los binóculos. Ese curso visité cada mes el centro pegado a mi facultad de Filosofía y Letras y probé máquinas y aparatejos que parecían de otro planeta.

Este viernes, el IOBA, el centro que me hizo ver la luz, cumple 30 años. Los cumple tras la muerte de su fundador, el catedrático de referencia mundial en Oftalmología, José Carlos Pastor. Hoy, más que nunca, su memoria nos recuerda que sin investigación estamos ciegos. A José Carlos le debo mi vista y un aprendizaje que intento tener siempre presente: más ven cuatro ojos que dos y no ve nada quien no investiga.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

0,99€ primer mes

Publicidad