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Hay, en un lugar escondido de la calle Correos, un bar restaurante muy cuco. De tamaño modesto, entre la caja de cerillas y la de zapatos, hace que todo se arremoline y fluya en sus barras, casi tanto como en El Corcho o La Tasquita. ... Esta incorporación al panorama pucelano del buen comer –Valladolid es la ciudad a la que le debo uno de mis más gratificantes aprendizajes, apreciar la carne y el vino– se corona como un cofre del tesoro. Los más de 150 vinos, su colección de quesos y sus raciones y pinchos hacen de La Bodeguita una parada indispensable.
Tras la niebla densa, que tiñe toda la ciudad con un filtro de película de Tim Burton, aparecen siempre dos o tres personas asomadas a su puerta de madera acristalada. Buscan un sitio en un mar de comensales que parecen no terminar nunca.
Estar satisfecho del todo se complica cuando sale hacia la pareja de al lado la tabla de quesos: varios trozos de quesos Pago Los Vivales e Idiazabal. Enfrente, tartar de salchichón. A un lado, varias copas de El Primero. Hace falta ser torero para salir por la puerta y no hacerlo con los pies por delante.
Vermut, comida o cena, hay un tipo de vino y tapa para cada visitante. Un catálogo a elegir según nuestro gusto o humor. Acompaña siempre una capa fina de música que se fusiona con el ruido blanco del masticar y el júbilo de los que ya han tragado. Recordaremos esos aperitivos infinitos en La Bodeguita, con todos en el medio, donde el vino, la comida y las personas nunca se dan por acabados.
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