Pablo Casado pasa en el Congreso junto al ministro Salvador Illa. Efe

El maremoto

Los políticos han tenido la ocasión de exhibir el sentido de Estado pero algunos están lejos de eso

FELIPE BENÍTEZ REYES

Sábado, 18 de abril 2020, 08:51

Hay quienes se preguntan, con una perplejidad comprensible, por qué el Gobierno permite que abran los estancos –justo cuando estamos bajo la amenaza de un virus que ataca los pulmones– y no las ferreterías o las librerías. No hace falta decir que quienes se hacen ... esa pregunta no son fumadores, ya que un no fumador y un fumador son dos subespecies humanas con un entramado nervioso del todo diferente: encerremos a un no fumador en una habitación cargada de humo de tabaco y, al instante, entrará en coma, al menos en coma psicológico, aunque por fortuna reversible; encerremos en cambio a un fumador en su casa sin un paquete de cigarrillos a mano y lo pondremos al borde de un infarto cerebral.

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Un ateo y un creyente pueden armonizar sus cosmovisiones antagónicas. Un comunista de la vieja escuela y un neoliberal de última generación pueden firmar un acuerdo sindical. Pero no esperemos que un no fumador entienda el funcionamiento neurológico de un fumador, y viceversa.

Tabaco aparte, en la política viene a pasar lo mismo que en las religiones: que los dioses de cada cual no sólo son entes irrefutablemente verdaderos, sino que además son los únicos verdaderos. Si se produce un maremoto, pongamos por caso, todos los políticos estarán más o menos de acuerdo en lo principal: en la evidencia del maremoto, pero ni el gobernante reconocerá sus posibles errores en la gestión de la catástrofe ni el opositor reconocerá los posibles aciertos de la gestión del gobernante, entre otras razones porque la clase política lleva ese defecto de fábrica: el maremoto mental, de manera que el maremoto en sí pasa a ser un asunto secundario para ascender al grado de controversia partidista, que es sin duda lo mejor que puede pasarle a un maremoto.

En estos días, las polémicas entre políticos suenan más que nunca a coloquio bizantino o a concilio de teólogos, ya que debaten sobre un problema de momento irresoluble y que, además, sólo pueden resolver los científicos, no ellos. ¿Puede criticarse la gestión de ese problema? Sin duda, pero el problema en sí es que el problema seguirá siendo un problema por muchas soluciones políticas que se le quieran dar. ¿Se puede acusar al Gobierno de improvisación? Sí, pero a ver qué Gobierno, fuese el que fuese, no se vería obligado a improvisar frente a un problema que presenta escenarios cambiantes e imprevisibles. Los políticos han tenido la ocasión de exhibir algo que hasta ahora se limitaba a ser un concepto difuso y un adorno retórico: el célebre «sentido de Estado». Muy lejos de eso, algunos están exhibiendo lo habitual: la falta de sentido del ridículo.

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