Contra el rey o cualquier otro poder establecido, a los franceses les gusta hacer en mayo las revoluciones que merecen la mayor popularidad y pasan a la historia. En ese mes del año 1789 comenzaron las desgracias de Luis XVI que le llevaron al patíbulo; ... las calles de París ardieron también en la primavera de 1968 y, quizás gracias a un azar alumbrado por el coronavirus, el pasado 28 de mayo los tropas ecologistas han conquistado las alcaldías en la mayor parte de las grandes ciudades de Francia. El debate político es tan sonoro que el resultado electoral salido de las urnas municipales el domingo pasado merece también el calificativo de revolucionario de quienes rastrean las causas de esa marea verde y miden su efecto en el futuro reparto del voto a escala nacional.
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La depresión colectiva y la fatiga moral provocada por la pandemia de la covid-19 ha causado una abstención histórica: sólo votaron dos de cada cinco electores, pero los franceses han sometido a plebiscito las decisiones políticas que más afectarán a su vida cotidiana: cómo viajar por su ciudad, evitar la contaminación y los atascos insufribles de las grandes metrópolis, frenar la especulación del espacio urbano y mejorar de los servicios públicos exigiendo al Estado mayores inversiones locales. El encanto de la defensa de la naturaleza, (aire, agua y espacios naturales) se ha convertido en el primer eslogan político en el gobierno de los ayuntamientos de las grandes urbes. Su gestión está ahora en manos de un conglomerado de coaliciones bajo la marca confusa de 'Europa-Ecología-Los Verdes', enfrentados a los grandes partidos tradicionales y al neonato 'La República en Marcha', que llevó en volandas hace tres años al palacio del Elíseo al presidente Emmanuel Macron y no ha logrado sin embargo alcaldía alguna de renombre.
El movimiento ecologista francés, brotado hace medio siglo de las ramas verdes durante la revolución de mayo de 1968, ha dado un paso gigantesco aprovechando la debilidad de los partidos tradicionales (gaullistas y socialistas), el estancamiento de la marca ultraderechista (Agrupación Nacional) y la asociación con los clanes menos dogmáticos de la extrema izquierda del partido 'Francia Insumisa'. En efecto, el ecologismo francés se tiñe ahora con los mismos colores que los higos de primavera: verde por fuera y rojo por dentro. Su éxito electoral ha sido urbano y está liderado por una nueva generación de jóvenes políticos que no soportan por más tiempo ser apenas testigos de la noble causa de la ecología. Según ellos, los poderes públicos y privados ningunean todo proyecto destinado a salvar el medio ambiente y la calidad de vida en las grandes ciudades, como si el ecologismo fuera el florero de la modernidad, necesario y útil solamente para alimentar la conciencia colectiva de un país cuyo parque de centrales nucleares es el mayor del mundo.
La peligrosidad de las fuentes energéticas y la creciente contaminación urbana han propiciado una corrección ideológica radical: a cambio de respetar esa fuente de energía atómica aparentemente más limpia, los ecologistas franceses han abandonado su lucha antinuclear y exigen a cambio expulsar de las grandes ciudades a los vehículos contaminantes. La alcaldesa socialista de París Anne Hidalgo cuenta con sus aliados ecologistas para aplicar su propuesta electoral rigurosa que le da un tercer mandato: reducir la velocidad máxima de los automóviles a 30 kilómetros por hora, prohibir antes del 2024 la circulación de los alimentados con diésel, y suprimir la mitad de las plazas de aparcamiento para convertir ese espacio urbano en aceras de peatones y carriles de bicicletas. Ciudades tan emblemáticas como Lyon, Marsella, Burdeos, Estrasburgo y Poitiers seguirán esa senda de la política ecológica en acción que sustituye al ecologismo romántico y testimonial.
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La victoria de 'Los Verdes' agita con tal fuerza e incertidumbre la escena política que el presidente Emmanuel Macron no acaba de cuadrar un inesperado y difícil rompecabezas: encontrar a un ministro ecologista que no dimita, como lo hicieron los tres últimos por él nombrados a razón de uno por año, insurrección ya rutinaria y muy francesa. Nicolas Hulot, uno de esos líderes ecologistas sublevados, popular presentador en la televisión de programas en defensa del medio ambiente, abandonó su cargo y el Consejo de Ministros con lágrimas en los ojos y este pretexto desesperado: «Me voy de este circo; ya he pagado bastante por el precio de la entrada. Todo lo controlan los lobbys y nosotros sólo somos pobres marionetas». Ese muro del orgullo levantado frente a los poderes públicos por los ecologistas y el enorme poder municipal otorgado por las urnas va a pesar finalmente en las decisiones políticas que rigen la economía y la calidad de vida en un país democrático.
El reto de la defensa del medio ambiente está ya inscrito con caracteres sólidos en la conciencia política de los países desarrollados. Medio siglo de ese largo camino desemboca en la victoria estruendosa del movimiento ecologista liberado de su romanticismo inicial, de los protagonismos internos y de las ideologías políticas. El ciudadano franco-alemán Daniel Cohn Bendit, revolucionario del mayo-68 y profeta en la patria europea compartida por el ecologismo, avisaba del riesgo unos días antes de las elecciones municipales: «El peligro del ecologismo son siempre las sectas. Para ganar hay que ser leales, estar unidos y no aceptar ningún acuerdo con los grandes partidos». Dany el Rojo conserva la audacia y el sarcasmo de los días en que compartíamos mesa de debate en la cadena televisiva Arte, y terminábamos la disputa en algún bistró del bulevar Montparnasse.
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