La Ley Trans, aprobada al fin por el Gobierno esta semana, es una caja de sorpresas. La primera de ellas es que no existe mención alguna a la cacareada 'autodeterminación de género', ni en el texto ni en el preámbulo de la ley. La ... segunda, relacionada con esto mismo, que se borra la distinción entre género (relativo a la dimensión sociocultural del sexo) y sexo (la base biológica), como denuncia una parte del feminismo que rechaza esta ley. De modo que lo que se cambia en el Registro Civil es el «sexo» de la persona; es decir, justo lo que, en rigor, no se puede modificar porque viene determinado por el ADN. De modo que se confirma que esta es una ley que actúa contra la realidad y la biología.

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Estas reflexiones seguramente puedan parecerle teóricas al lector, pero sólo intentan resaltar que una ley que introduce un cambio conceptual radical en nuestra sociedad y cultura apenas se molesta en fundamentarlo. Se limita a darlo por hecho. Quizás justamente para intentar evitar que se perciba la trascendencia de la novedad que introduce, encubriéndola con el manto de la empatía: tenemos que evitarles sufrimiento a estas personas, se nos dice. Y no sólo a las trans, sino todo el mundo LGTBI, que sirve como parapeto para no realizar distinciones. Ni siquiera una tan básica como la que diferencia transexual y transgénero.

Con todo, lo más grave es el impacto de la ley en los menores de edad, que es el principal motivo de preocupación de todos los que rechazamos esta norma. La experiencia de los últimos años revela una multiplicación del número de niños y adolescentes que se autodefinen como trans que va mucho más allá de una evolución normal; no faltan expertos que hablan incluso de «epidemia» para resaltar lo anómalo de la progresión. Es evidente que existe una «moda» trans y que se ha extendido un discurso cultural que invita a los menores a pensar que quizás sus problemas –a menudo los propios de la adolescencia– pueden resolverse mediante el cambio de sexo, porque quizás esté ahí el origen de su insatisfacción o malestar. En muchos países que nos llevan ventaja en esta materia están dando ya marcha atrás, pero nuestro Gobierno ha preferido ignorar estas señales de alerta.

La ministra Montero aseguró en el debate que la ley protege a los niños porque no les obliga a someterse a terapias hormonales para proceder al cambio de sexo en el registro –como sí se les exigía hasta ahora a los trans adultos– pero esto no resuelve demasiado. Porque la ley no impone tales terapias –y está bien que así sea– pero tampoco las limita. Es más, ni siquiera establece criterios de referencia sobre la cuestión, ni lo supedita a algún tipo de informe técnico. Simplemente se pone de perfil.

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Este es, en realidad, el verdadero problema. Hay un discurso muy extendido que aboga por la 'detección precoz' de niños trans y que promueve el uso de bloqueadores hormonales «para evitar unos sufrimientos innecesarios». Ciertamente, la llegada de la pubertad culmina el desarrollo físico de los menores e intensifica sus rasgos sexuales, de modo que es más difícil corregir la propia «identidad sexual» si ese proceso se ha completado.

El problema es que parece bastante temerario tomar decisiones antes, especialmente si puedan tener efectos permanentes sobre la persona. Especialmente, porque la experiencia nos revela que la inmensa mayoría de los problemas de disforia de género se resuelven por sí solos al llegar la pubertad. Pero, sobre todo esto, la ley de las sorpresas y los silencios no dice ni palabra.

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