Marca España
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Antes de la llegada de la peste, gritábamos hasta desgañitarnos para proclamar que la gastronomía y la hostelería eran nuestra más reconocible seña de identidadCaminan, como diría Octavio Paz, «sobre un hilo tendido del silencio al grito». Se han cansado de obedecer y han salido a la calle. Tampoco tienen otra cosa mejor que hacer, porque sus establecimientos están cerrados a piedra y lodo. Según sus propias cábalas, uno ... de cada tres echará el cierre antes de diciembre. Dos de cada tres están indignados. Tres de cada tres, deprimidos. Con tantos frentes abiertos, la hostelería no acaba de comprender por qué se ha convertido en el chivo expiatorio de la pandemia.
Las cifras, desde luego, no avalan nada. No es de extrañar. Las decisiones del ministerio y de las consejerías se toman sobre datos del oráculo de Delfos. Mientras Apolo toca la lira, las náyades se divierten enredando, confundiendo a los mortales. La respuesta de 15 de las 17 resoluciones dirigidas a Sanidad por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno desde marzo tuvieron como respuesta el silencio administrativo.
Antes de la llegada de la peste, gritábamos hasta desgañitarnos para proclamar que la gastronomía y la hostelería eran nuestra más reconocible seña de identidad. Desdeñada la industria, esclavos de la tecnología de terceros y a la última pregunta, siempre, con la agricultura, habíamos configurado la Marca España con la imagen de un camarero: amable, atento, sonriente, servicial… Una trasposición al siglo XXI de aquel estereotipo medieval de la España de las Tres Culturas. Ahora los hemos abandonado. Sin datos que avalen el desabrigo. Sin compensación posible. Pensando en el rostro oscuro de alguno de nuestros altos dirigentes, casi se diría que con sevicia. Si en vez de ciudadanos del 2020 hubieran sido judíos del año 1391, seguro que habríamos terminado entrando en sus locales y en sus casas para llevarnos lo poco que les quedara de valor.
De la noche a la mañana, la España de los embozados ha dejado de creer en sus propias virtudes. Ni la gastronomía, ni la hostelería, ni el turismo… ni la solidaridad. Ni tampoco, a lo que parece, el vehículo común del castellano, esa lengua que todo el mundo cuida menos -mala madre- los españoles. Otro día hablaremos de la cultura. Con la entrada de los pícaros y los bribones en el Gobierno, y en los gobiernos, traficar con mascarillas o inyectables resulta mucho más rentable que permitir la venta de pinchos de tortilla. Controlar los movimientos y los pensamientos de los ciudadanos a través de sus teléfonos móviles, mucho más cómodo que tenerlos de jarana, conspirando de viva voz en tugurios, tabernas o mentideros. Todo, para terminar devolviéndole al Lazarillo de Tormes, una vez más, la única y genuina titularidad de la Marca España. Esa que regresa siempre, como las oscuras golondrinas, piando en el vacío del tiempo.
Ya lo sé, que se podría haber hecho peor. Que podríamos haber sido todavía más injustos y más arbitrarios. «Frío e insípido es el consuelo cuando no va envuelto en algún remedio», dice Platón. Pero el remedio, en más de un caso, ya es bastante peor que la enfermedad. Por mucho que celebremos ofrendas y sacrificios a la diosa Vacuna.
Miré los muros de la patria mía, que diría el cojo Quevedo.
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