Una década llevaban los aqueos luchando contra los troyanos para liberar a la bella Helena, raptada por el príncipe Paris. La ira de los dioses había permitido la muerte de los héroes y el más estimado de entre los grandes guerreros supervivientes, el astuto Ulises, ... dio con la estrategia final de la batalla. Cuentan las crónicas de aquella hazaña sublime, memoria de un mito homérico recogido por griegos y romanos, que durante la noche del 24 de abril del año 1184 a. C., las naves griegas simularon partir de Troya dando por perdida la guerra, y se hicieron a la mar rumbo a la isla de Tenedos. Habían halagado al enemigo troyano regalando a la ciudad inexpugnable un gran caballo de madera, en cuyo interior se escondían medio centenar de soldados bajo el mando de Ulises. Grabada sobre la gigantesca escultura, rezaba la siguiente inscripción: «En su regreso a la patria, los griegos dedican este caballo a Atenea».
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Mientras los griegos simulaban navegar de regreso a casa, tras incendiar las tiendas de su campamento, los troyanos, al mando del príncipe Héctor, creyeron que habían conseguido vencer al enemigo. Deseando celebrar cuanto antes su victoria, metieron al amanecer con gran alharaca en su inexpugnable ciudad el espectacular regalo del enemigo en retirada. Los aqueos salieron entonces del vientre del animal por una escotilla secreta, acometieron por sorpresa al enemigo engañado, mataron a los guerreros troyanos y dieron fuego a su ciudad. Aquel talismán sagrado en forma de caballo fue la clave de una ingeniosa retirada militar convertida en victoria. Lo demás de la estratagema es sólo mito y poesía homérica.
Desde aquella gesta forjada hace tres milenios, todas las guerras libradas en el mundo culminan con la retirada del enemigo derrotado. Han cambiado las armas y las estrategias, pero el vencido siempre debe pagar su última capitulación con sangre o con dinero, pues solo en muy escasas batallas la derrota logra imponerse con ingenio o valentía convertida en victoria. La retirada, una compleja maniobra final en el campo de batalla, es siempre el primer precio a soportar por el vencido, haya sido perdida la pelea por falta de recursos o escasa pericia del mando militar. Al cabo, la historia de la guerra es un catálogo de rendiciones y retiradas, sea librada la beligerancia a golpe de venablo o con estruendo de misil.
Los ejemplos históricos son antiguos y sorprendentes. Alfonso VIII de Castilla tuvo el propósito de derrotar a los almohades en una batalla campal en las tierras de las Navas de Tolosa. Las mesnadas musulmanas, por su parte, intentaron evitar la lucha, pero provocaron la retirada desordenada de los cristianos para atacarles aprovechando el consiguiente caos. Si los dioses jugaban con la victoria y la derrota durante el periodo sagrado de la guerra librada entonces por la religión y la fe, los actuales estrategas de laboratorio se entregan en cuerpo y alma a hacer de la retirada su justificación por la guerra perdida.
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La retirada de las tropas derrotadas durante el invierno cruel en las estepas rusas de los ejércitos de Napoleón y de Hitler –«batallas más grandes en las campañas más grandes de la historia», las llamó el New York Times– han alimentado las más trágicas crónicas bélicas de las guerras europeas. La derrota del ejército norteamericano frente al Vietcom era hasta hoy la última retirada fatal de las fuerzas armadas estadounidenses. Sin embargo, la desastrosa ejecución de la retirada de Afganistán ha superado la vergüenza del mismo Goliat contra un David encanallado y corrompido, los talibanes, cuya jactancia convierte ahora el vigésimo aniversario del 11 de septiembre del 2001 y la destrucción de las Torres Gemelas en una segunda pesadilla más peligrosa: los talibanes están celebrando su victoria con el armamento americano de los desertores y humillando a Estados Unidos, mientras aquel país de las mil tribus y clanes se convierte en una peligrosa base terrorista.
La máquina del Pentágono chirría. Ciertamente, Joe Biden no es un gran líder ni un avezado estratega a pesar de su avanzada edad, pero sabe evaluar la dura realidad de los hechos mejor que otros líderes ilustrados en asuntos de defensa. El esfuerzo militar en Afganistán, valorado por los expertos en dos billones de dólares, apenas ha producido los beneficios prometidos durante dos décadas. El colapso del gobierno afgano apoyado por Estados Unidos es sólo el último revés en una larga historia de fracasos. La guerra de Afganistán ha venido a demostrar el acierto de Biden de salir cuanto antes del avispero que las fuerzas armadas americanas y de la coalición de la OTAN ya no lograban controlar.
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La Segunda Guerra Mundial obligó al Pentágono a marcar un dominio universal, pues sus mandos esperaban que una abrumadora capacidad militar lograría disuadir a los nuevos adversarios y evitaría otra guerra mundial. Sin embargo, ese dominio militar planetario apenas ha producido los beneficios esperados. El colapso del gobierno apoyado por Estados Unidos en Afganistán , después de 20 años de esfuerzo y miles de millones de dólares, ha sido sólo el último revés en una larga historia de fracasos.
Al caos de una retirada improvisada, siguió el derramamiento de sangre de los atentados en Kabul. Es inútil el asombro ante tal quiebra de la superpotencia estadounidense. La retirada de Kabul ha sido la prueba fehaciente del deterioro militar americano. Ya no quedan caballos de madera que remedien esa debilidad.
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