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Manual de chateo a la vallisoletana
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«En Valladolid estamos muy bien enseñados por nuestros padres y abuelos, que nos insertaron la etiqueta del chateo en el mismo núcleo del ADN»En Valladolid se chatea con clarete. Eso de chatear con tinto no se ha visto aquí en la vida. En primer lugar, porque la ciudad está en el Valle de Esgueva, es decir, en zona de Cigales. Y en Cigales lo que hay fundamentalmente es clarete. Y, en segundo lugar, porque hay cada tinto malo por ahí que le entran a uno ganas de salir de casa con una bota de 'Las tres ZZZ', una navajilla, un trozo de chorizo y las sobras de pan de ayer, que está la cosa muy mala. Para tomarse un tinto que merezca la pena hay que dejarse un pastizal, y a mi me parece de mal gusto chatear con vinos caros, qué quieren que les diga. Gastarse demasiado dinero en el vinillo de un vulgar lunes de enero es una cosa pretenciosa, 'snob' y que roza la mala educación. Hay tiempo para todo, chico. En Valladolid estamos muy bien enseñados por nuestros padres y abuelos, que nos insertaron la etiqueta del chateo en el mismo núcleo del ADN. Tú en tu casa te puedes tomar lo que te de la gana, pero el chateo exige saber adaptarse a algo asequible, en la línea de lo que pidan tus compañeros, sin dar el cante. Porque tomar un vino es algo social, una excusa para salir de casa y vernos las caras. Podríamos beber cerveza, como los bárbaros. O cualquier otra cosa peor. Pero lo importante es entender que chatear nos acerca al otro, y todo lo que nos acerque al otro está bien. No podemos vivir sintiéndonos especiales, diferentes o mejores. O, peor aún, como protestantes, que para beber se esconden en lugares en los que jamás meterían a sus hijos. Allá cada cual. El que se sienta diferente, especial o mejor es un gilipollas y nada aleja tanto del otro como ser un gilipollas y un mal compañero de chateo, que pide cosas exclusivas, poniendo siempre problemas a lo que, por definición, ha de ser sencillo y fluir con naturalidad.
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José F. Peláez
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Y, sobre todo, hay que acostumbrarse a pedir algo asequible porque es muy normal que de la nada surja alguien que te quiera invitar. Y ya me dirás qué vas a hacer ahí tú con tu vino de seis pavos. Vas a quedar como Cagancho en Almagro. No hay nada más vallisoletano que esa lucha por invitarse. Hay que estar siempre preparado y sin bajar la guardia. Porque tú estás tranquilamente en la barra viendo 'La ruleta de la fortuna' y, cuando vas a pagar, te dicen que no, que ya está pagado. Y, desde la otra punta del bar, te saluda cortésmente un señor con boina al que no conoces de nada, pero que resulta que fue compañero de tu padre en FASA. Y te toca corresponder, claro. Yo no sé cómo lo hacen para invitar sin que te enteres, pero es todo un arte. Se llama la atención del camarero con un gesto sereno y discreto y se habla con él, pero tapándose la boca con la mano, como cuando Modric habla con Benzema, que algunos parece que en vez de clarete están pidiendo un gramo de cocaína. Todo para generar una pequeña sorpresa que se desvelará en pocos minutos. Pero, ¡qué minutos! ¡Qué tensión! Es como cuando Hitchcock da más información al espectador que al protagonista de la peli y sufres porque sabes que lo van a apuñalar en la ducha.
Y luego está la 'Ley de la barra', que por más que he buscado en el Código Civil no he encontrado referencias. Pero rige, vaya que si rige. En Valladolid, si entras a un bar y dentro hay alguien a quien conoces, te va a invitar, aunque eso implique hipotecar la casa. Y da exactamente igual cómo te pongas: llegó antes y punto. Eso es sagrado, la ley de la barra, que la conoces tú, la conoce él y, sobre todo, la conoce el camarero, que actúa a la vez como magistrado de la sala cuarta del chateo, como fiscal y como tribunal de apelación. Y se dan momentos violentos, una especie de lucha grecorromana de señores que intentan sacar la cartera con una mano mientras, con la otra, intentan paralizar la mano del otro para que no la saque, delante la cara de cansancio vital del camarero, que lleva sin librar diez días y que se convierte en un árbitro de judo que dice eso de 'Ippon', a ver si pagan de una vez y nos vamos todos a casa. Que un poco más y nos toca revisar el VAR a ver quién ha entrado antes.
Se complica la cosa de las invitaciones si los chateadores van en grupo, algo muy normal porque el chateo no deja de ser algo coral, un deporte de equipo. Yo paso por cualquier barrio a las 12:55 y solo veo a señores nerviosos porque llega la hora, como las campanadas de nochevieja, y tienen que estar preparados. Saben que empezar antes de las 13:00 es demasiado pronto, pero que si terminan después de las 14:00 les echan la bronca en casa. Por eso tienen una hora, solo una hora para apretarse cuatro vinos en cuatro bares diferentes, que hay que dar de comer a todo el barrio. Si son cuatro es fácil porque cada uno paga uno y desfilando. Si son tres o cinco, se complica, porque tres son muy pocos y cinco demasiados. Y, además, siendo tres, hay dos que hablan y uno que mira, mientras que siendo cuatro se generan conversaciones dos a dos, no dejando a nadie colgado. De ahí el concepto de cuadrilla, todo está pensado, cuatro es el número mágico, la proporción aurea del chateo. Y ellos lo saben. Por eso ves a señores, de cuatro en cuatro, perfectamente preparados con sus atuendos de chateador, sus anoraks amplios y las bufandas que les trajeron ayer los Reyes Magos. Son la 'Champions League' del chateo. Les tiembla un poco el morro con el primer clarete. Algunos tienen la nariz como el mapa de La Rioja y parecen sacados de un cuadro de Frans Hals. Pero los veo felices, abren el gaznate y caen cuatro claretes como cuatro soles, con sus cuatro tapas, a las que miran de reojo, como si no las quisieran. Es la austeridad absoluta, un vino digno, una tapa mediocre y una conversación estándar. Mañana podrán ustedes escuchar cómo hablan entre ellos y se dicen que qué ganas de que acabaran ya las fiestas, que qué ganas de normalidad, que qué bien este frío, que los nietos donde tienen que estar es el cole y que ahora que acaba la Navidad les llega a ellos las verdaderas vacaciones. Y venga, a chatear felices en los mediodías de esta tierra, sin salir del barrio, sin cambiar de compañeros ni de marca de vino, aunque los maten. Yo los miro con envidia por no poder ser uno de ellos. Creo que hay que pensar una campaña para los mayores: adopta un chateador. Si surge, aquí tenéis un aspirante. ¡Benditos seáis, chateadores de Valladolid!
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