Después de haber pasado tres meses largos aplicando rutinas de mascarilla y distancia social, la «nueva normalidad» me pilla convertido en un maniático de la limpieza que tiene las manos más ásperas que una escofina, porque incluso lavándolas quince veces al día estoy convencido de ... que cualquier cosa que toque me va a pegar el virus. A pesar de que pulso el botón del ascensor con una servilleta de papel, sujeto con el codo la portezuela del buzón y subo las escaleras sin respirar, en cuanto llego a casa empieza el ritual. De entrada, porque no sé si debo abrir las cartas con la mano limpia o con un guante, ya que los primeros días me tragué la falsa noticia de que el virus se adhiere al papel, asunto que resolví usando un guante de nitrilo y duchándome después con sosa cáustica.
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Si toco un picaporte, voy al lavabo; si abro la ventana, agua y jabón; si enciendo la luz, hidrogel; si consulto el móvil, lejía, y así sucesivamente. Para ayudarme en este sinvivir, un amigo me rebotó una nota de la Policía Municipal de Madrid sobre la permanencia del covid en el plástico, el aluminio, la madera, el metal, el cristal o cualquier cosa que pueda ser tocada adrede o sin darnos cuenta. Menos mal que los autores de la lista incluían el remedio para no contagiarse: limpiarlo todo con una solución de etanol, peróxido de oxígeno e hipoclorito de sodio. Si supiera de qué hablan lo ponía en práctica.
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