Existen momentos en la vida para los movimientos asamblearios y las decisiones grupales a mano alzada. Tiempos lejanos de universidad en que se decidían, en reuniones tan largas como tediosas, asuntos diversos que solían tener como objetivo ineludible el cambio radical de la sociedad. Así, ... sin ir más lejos. En una ocasión, en el régimen anterior, un grupo de airados estudiantes se manifestó frente al Rectorado de la Complutense de Madrid. El rector, un catedrático con años, paciencia y experiencia vital, decidió recibir a una representación de los que protestaban y una vez en su despacho les preguntó el motivo de su actitud. «Es que nosotros reclamamos la abolición de la dictadura y la salida de Franco del poder», dijeron. El viejo rector le escuchó impávido mientras se limpiaba las gafas y, tras colocárselas sobre el puente de la nariz, les dijo impertérrito: «Créanme, jóvenes, para eso hace falta seguir un procedimiento».
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Vivimos tiempos en los que el liderazgo se revela como un elemento fundamental de cualquier organización. En los colectivos tiene que quedar muy claro quién está al mando y esa responsabilidad no puede ser delegada. En las empresas, en los movimientos ciudadanos y en los partidos políticos, hay que poder identificar siempre a la persona que está al mando. Por eso resulta tan chirriante un liderazgo compartido y también, por ese motivo, este tipo de experiencias están condenadas al fracaso sin excepciones. El Gobierno de España lo integran dos formaciones políticas diferentes, cada una con su líder, pero al frente del Ejecutivo está el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez. Es él quien ostenta la dirección política de la nación y, por tanto, suya es la responsabilidad. Que sepamos, Pablo Manuel Iglesias Turrión es el máximo responsable de Unidas-Podemos y ostenta, con toda legitimidad, la presidencia segunda del Gobierno. Cabe suponer, por tanto, que su nivel en la escala de mando está, al menos, dos niveles por debajo de Sánchez.
Ocurre, empero, que esta verdad tan evidente no se cumple, resulta obvio que el vicepresidente hace la guerra por su cuenta y anuncia medidas, proyectos, acuerdos y decisiones que comprometen a todo el poder ejecutivo. Desde las inclusión de Bildu, nada menos que «en la dirección del Estado», hasta las medidas antidesahucios acordadas con este partido y ERC, a espaldas del PSOE, pasando por la defensa de la autodeterminación del Sahara. Con aliados así Pedro Sánchez necesita pocos adversarios, porque el origen de los fuegos que se ve obligado a apagar está en el interior de su propio equipo de gobierno. Y aquí cabe una reflexión sobre lo imprescindible de la lealtad en todos los órdenes de la vida y, singularmente, en el ejercicio de la política. Lealtad no es sinónimo de aquiescencia sino de coherencia y fidelidad. Se puede, y se debe, discrepar de las decisiones de un superior, pero esas disensiones deben de ser tratadas y arregladas en privado.
No es preciso dar tres cuartos al pregonero ni lavar la ropa sucia a plena exposición publica. La discreción es una virtud fundamental en los asuntos públicos y eso es algo que hoy se echa mucho de menos. La multiplicidad de voces, las órdenes contradictorias, las visiones opuestas, aventadas al aire de la opinion publica, y los dardos envenenados no ayudan precisamente a la gobernación de un país. El espectáculo de estos días resulta tan absurdo como poco edificante. Donde mandan muchos termina no mandando nadie, y ese desconcierto amenaza con pasarnos factura en un momento especialmente delicado de nuestra historia como país. Así estamos.
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