Entre las cosas que menos me atraen de las redes sociales es la escasa capacidad para admitir reproches de algunos de sus usuarios, especialmente aquellos que brujulean amparados en el anonimato o al abrigo de las cuentas falsas. Si cuando intercambian comentarios y exponen ... ideas, las respuestas son de su agrado, no hay problema; pero si les contrarían o les generan la mínima frustración, adiós al argumento: enseguida optan por el insulto, el agravio o el silencio. En esos casos, siempre recuerdo el aviso, a la defensiva, de William Faulkner: «Éste es un país libre. La gente tiene derecho a enviarme cartas y yo tengo derecho a no abrirlas». Ni modo, que dicen en México.
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Para sobrevivir en la jungla inabarcable de las redes sociales resulta conveniente disponer de una firme capacidad de aguante. Quien aspire a sumar el favor de miles de seguidores, –ese cuentakilómetros, a veces trucado, del éxito– tiene que someterse sin interrupción al escrutinio de todo tipo de crítica. En más de una ocasión para escuchar dictámenes semejantes al que se pone en boca de Samuel Johnson: «Su manuscrito es bueno y original, pero la parte que es buena no es original y la parte original, no es buena». Y, por descontado, no responder nunca ante los reproches o la dureza de las opiniones con la forma desabrida en que lo hizo, a principios del siglo XX, el compositor y pianista alemán Max Reger: «Estoy sentado en la habitación más pequeña de la casa. Tengo su crítica delante de mí, pero muy pronto estará detrás de mí». Hay que saber encajar. O cortar por lo sano.
Confieso que muchos días siento la tentación de echar el candado a las tres redes sociales en que participo. ¿Por qué no lo hago? Quizás por no cerrar definitivamente esos escaparates, esas ventanas, donde mucha gente vuelca sus inquietudes, sus deseos, sus temores; donde muchos ponen el foco a problemas que consideran relevantes o iluminan, sin más, un espejo propio en que mirarse. Acaso porque ahí, en esas redes, tengo ocasión de enterarme qué piensan o qué hacen algunas personas que me interesan.
Hay ratos, sin embargo, en que dudo de lo que acabo de escribir. O mejor, de la posible utilidad de los mensajes. Porque sé que en las redes sociales no 'vemos' lo que en verdad nos interesa, sino lo que los algoritmos del 'sistema' –por utilizar un término para entendernos– deja que 'veamos'. En las redes sociales no descubriremos nunca lo más importante, ni siquiera lo más urgente, aunque tienen a favor la capacidad de información inmediata, su facilidad para las interrelaciones y, sobre todo, un potencial extraordinario en materia de entretenimiento y espectáculos. Sin embargo, los árboles a veces no dejan ver el bosque. Las redes nos convierten en terminales del 'gran hermano' global, ahondan en el individualismo y en el aislamiento; facilitan la falsedad y los engaños, son adictivas, potencian la impulsividad y las respuestas instintivas, puramente emocionales –frente a la racionalidad y la templanza– de otras vías de comunicación e información. Así que de momento no echo la llave, pero tengo el candado a mano.
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