En pandemia, ese asunto que ya resulta lejano y como diría la chavalada, viejuno, ocurrieron cosas inéditas porque es obvio que la situación lo era. Entonces aplaudimos a los sanitarios desde las ventanas y balcones como si fueran pilotos de vuelo chárter al aterrizar o ... nos iniciamos en la repostería, quizá para edulcorar nuestra estancia forzosa y amarga en casa, aunque confieso que mi torpeza ligada a la cocina me impidió seguir esta moda.
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De los aplausos, ni rastro, y de los dulces, algunos han continuado con la afición, aunque muchos empeños seguro que se han quebrado por argumentos económicos, no de ilusión por elaborar el pastel más rico del mundo para dárselo a probar a la sufrida familia, que ahí demuestra su amor. Porque ahora ponerse a hacer ese bizcocho de tragedia culinaria es un artículo de lujo, que mantequilla, azúcar, harina, levadura, leche y huevos –nótese que conozco los ingredientes para quienes no creen en mis habilidades– han inflado su precio más de lo que sube ese dulce cuando se cuece en el horno, además de los costes imputados de luz y gas.
Y como Dios no me ha llevado por el camino de la cocina, amén del peligro que represento, y dado el precio del postre, espero con fruición la económica y hermosa cestita que planea Caperucita Díaz para los desmañados y menesterosos entre los que me encuentro y a la que se niegan los lobos de los grandes supermercados y los corderos de los medianos y pequeños.
Dice su colega ministra Belarra que si los malvados tenderos no se avienen a razones habrá que pensar en «mecanismos obligatorios». Desde luego, hay que ponerse democráticamente duros para que la abuelita, usted y yo accedamos a la cestita de súper y evitemos así los indigestos bizcochos y la madre que los parió.
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