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Los católicos estamos de suerte con Argüello. También con Francisco, desde luego. El otro día leía a Delibes decir que, si hubiéramos tenido a un Juan XXIII a tiempo, quizá en España nos habríamos librado de la Guerra Civil. Lamentablemente, don Miguel se equivocaba. Los aires aperturistas del Concilio Vaticano II que apoyaran tanto él como otros católicos de su generación –y que tan brillantemente interpretara para El Norte de Castilla José Jiménez Lozano– no han servido para calmar al sector más fanático y fundamentalista, que no solo piensa en el Concilio como en una traición y una venta de nuestra religión a la izquierda -definitivamente, no hay nadie tan débil como el hombre obsesionado–, sino que identifican la Guerra como una cruzada y a la 'verdadera' Iglesia con las sombras surgidas de Trento. Y mucho me temo que tampoco habría servido de nada en el año 36 porque la pulsión reaccionaria que pretende identificar a nuestra religión con un tradicionalismo opuesto al progreso viene de mucho antes, ahí tienen al carlismo. Décadas antes de aquello vimos al pueblo lanzando hurras al absolutismo y festejando su profundo desprecio por la libertad. Está enraizado en nuestro pueblo, a izquierda y a derecha. Y, con el tiempo, este tema solo ha ido a peor. Quizá no a nivel numérico –son menos que nunca– pero sí a nivel porcentual –su peso relativo es mayor–.
En el Evangelio del domingo pasado se recalcaba el concepto de la 'nueva alianza' que, simplificando mucho, se basa en comprender que el hombre ya no se sacrifica para Dios –mundo judío, antigua alianza– sino que Dios se sacrifica por el hombre, derramando su sangre en la Eucaristía –mundo cristiano–. A cambio, nuestra parte del trato es amarle a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. No aceptar esto es dar por hecho que Jesús murió para nada porque todo sigue igual que antes. Esta es nuestra fe, pese a que los sectores más reaccionarios sigan anclados en el mundo preconciliar y en la antigua alianza semítica y, lo que es peor, dando peligrosos pasos hacia el mundo protestante en general y hacia el calvinista en particular a través de la guerra cultural y el populismo nacionalista.
Este mundo de la guerra cultural es profundamente protestante. Protestantes son Trump, Bolsonaro, Bukele, Geert Wilders, que ha ganado las elecciones en Holanda, Alice Elisabeth Weidel, que lidera una 'Alternativa por Alemania' que amenaza con tener un gran papel en las elecciones que se avecinan, Orban, primer ministro de Hungría –y líder de facto de Vox– o Jimmie Akesson, segunda fuerza en Suecia. Todos ellos profesan una religión puritana diferente a la nuestra que se basa en expulsar al pecador y al 'extraño' –bárbaro, extranjero, diferente– de sus comunidades. Y su guerra cultural se justifica en la expulsión de lo público de todo aquello que no comparten. Pero es que nuestra religión no solo acepta y acoge al pecador, sino que empezamos cada misa admitiendo, delante de nuestra comunidad, que los pecadores somos nosotros. Y, por si fuera poco, nuestro sistema liberal se basa en la garantía de que podamos disentir de nuestros opuestos sin matarnos. Ese aislacionismo trumpista que ve al diferente como enemigo –muy sanchista– acaba creando un fuerte sentido de comunidad, de paraíso a proteger, que engancha con el nacionalismo, la mayor lacra de la historia de la humanidad y que acaba siempre en guerra.
Volvemos a Argüello. El pasado lunes decía en Twitter que «la catástrofe provocada por la riada nos abruma y desborda. La indignación es explicable. La llamada a la unidad, imprescindible. Nada justifica la violencia. La agresión sufrida por el presidente del Gobierno de España merece una condena inequívoca». Una vez leídos los comentarios –aberrantes, salvajes, obscenos y, por supuesto, anticatólicos– a dichas declaraciones, creo que deberían suponer la base sobre la cual convocar el Concilio Vaticano III, resituar a la Iglesia y comprender, de una vez, que, si el reto de Juan Pablo II fue mantener la dignidad del ser humano ante la atrocidad criminal del comunismo, el reto de Francisco y del Papa que le suceda será lidiar con la extrema derecha, que no solo no es su amiga sino que es su enemiga y el verdadero Caballo de Troya del anticatolicismo en el mundo.
Pero ha dicho otras dos cosas Argüello, esta vez en 'Cuestión de prioridades', programa de RTVCYL dirigido por José Luis Martín. La primera, para dejar claro que Trump no representa los valores católicos. Y la segunda aclarando que, desde el punto de vista de la dignidad humana, no cabe distinción entre inmigrantes en función de su raza, origen o religión. Da un poco de vergüenza tener que recordar a los católicos que todos somos hijos de Dios, también los musulmanes, los hindúes o los budistas. Un católico no es más que un musulmán desde el punto de vista de nuestra fe. Pero, desde luego, no lo es desde el punto de vista de nuestro sistema legal, que deja claro que el límite para un chiita y para uno del Opus Dei es el mismo: la Ley.
Es una gran suerte para los católicos tener al frente de la Conferencia Episcopal a alguien con unas convicciones católicas tan coherentes. Puede parecer lo mínimo exigible, pero solo hay que escuchar a algunos obispos españoles para entender que la comprensión y asimilación del Evangelio no es algo que se pueda dar por hecho. Y, en el caso de algunos curas tuiteros, lo único que podemos hacer es rezar por su pronta conversión a nuestra fe.
La victoria de Trump –un delincuente convicto, un golpista y un tipo que ha declarado querer ir a la guerra contra sus enemigos internos (medio país), contra el Fiscal que le investigó y con la prensa crítica– no es algo que nos resulte ajeno. Su amistad y admiración hacia Putin fortalecerá a Rusia y a sus socios de extrema derecha en Europa y debilitará a Ucrania, a la OTAN y la UE. Además, sus políticas de aranceles provocarán que nuestro vino se venda menos, empobreciéndonos a todos. Y la respuesta previsible de la UE –grabar con aranceles a sus productos– ahondará en esa espiral. Pero ni siquiera eso es lo peor. Lo peor es que la victoria de Trump confirma que Vox acertaba apostando por Orban-Putin. A partir de ahora su postura es la ortodoxa en la OTAN y la del PP o el PSOE la heterodoxa.
Los liberales españoles y los defensores de la Transición estamos solos ante dos pulsiones iliberales simétricas e igual de funestas. Y viendo las reacciones en la derecha española –de la izquierda no esperábamos nada–, me temo que esto acabará siendo una lucha entre iliberales progres (PSOE et al.) e iliberales reaccionarios. Si eso pasara, me pido Chaves Nogales. Si la Iglesia va a un Concilio me pido Jiménez Lozano. Y si hubiera que emigrar, me pido Lisboa.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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