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Dos torres de adobe mochas y el campanario de la iglesia rodeada de casas rojas, alzan hasta las nubes el perfil de Ácoma avistado en la lejanía de la llanura inmensa. Una montaña informe de gigantescas astillas pétreas y gargantas profundas sostiene la meseta de ... la ciudad más antigua de los Estados Unidos de América. Allí me lo hizo saber hace veinte años Ernest Vado, un líder de las tribus amerindias que pueblan el vasto desierto de Nuevo México, seiscientos kilómetros vacíos al norte de la frontera mexicana de El Paso-Ciudad Juárez. Hace más de dos mil años se construyeron las primeras casas de barro en la cresta calcárea de estos acantilados, sostiene Vado con la emoción y el orgullo de un pueblo que viene de lejos, dato que él certifica con los hallazgos en excavaciones recientes promovidas por él: No habían colocado los españoles la primera piedra en San Agustín de la Florida –avisa con la voz arrogante de un pasado remoto– y ya se reconstruían en Ácoma las paredes que los conquistadores cristianos habían derruido aquí a finales del siglo XVI. Por aquí entraron y luego nos mataron.
Hablaba aquel heredero de genuinos indígenas ácomas un inglés transido de tristezas, con palabras canturreadas que volaban al cielo de la ciudad sagrada: dos mil almas entregadas a quehaceres artesanales, cosiendo ropas de colores fuertes, labrando estatuillas de madera, cociendo cerámicas de formas delicadas, tejiendo telas guarnecidas de símbolos misteriosos. Ley de vida era esa, respetada por acuerdo de todos los vecinos encerrados en la meseta de aquel cerro, lejos de todos los mundos. No había llegado al pueblo aún la televisión y tampoco se vendían periódicos. Ácoma era por entonces el archivo secreto y la memoria de los grupos indígenas empeñados en reivindicar sus derechos e ilustrar a los viajeros que osaran subir hasta la plaza, dando noticia de los dioses y los dramas que siguen habitando aquel reducto colgado de las nubes al que han bautizado 'Sky City', ciudad celeste. El silencio y la luz eran tan transparentes aquella mañana primaveral que no podría encontrarse un entorno más propicio para viajar al doloroso pasado de aquel pueblo, rememorar el dolor de la guerra y recobrar los días de cuando el hierro chocó contra el barro de las casas.
Así inició Ernest Vado su discurso plagado de recuerdos y voces ancestrales. -Aquí nadie guarda rencores ni odios lejanos. En esta iglesia de San Esteban, levantada por los misioneros franciscanos hace cuatro siglos, sigue también guardada la fe en nuestros ancestros, algunos de cuyos descendientes hablan aún hoy el español traído desde México. Debería venir usted el día de la fiesta del santo y asistir a la procesión de su imagen, paseada sobre unas andas blancas y rodeada por los estandartes de las tribus de navajos venidos de Tinaja, Techado, Chinle y Santa Fe. Empieza al amanecer y dura hasta la caída del sol. Aquí se dijo en el año 1599 la primera misa de acción de gracias al norte del Río Grande por orden del conquistador Juan de Oñate; o sea, más de dos décadas antes de la llegada de los Padres Peregrinos del 'Mayflower' y aquella celebración litúrgica tras su desembarco en el cabo Cod, cerca del lugar donde tiempo después fuera fundada la ciudad de Boston. La misa de los franciscanos siguió a la matanza de unos 800 indígenas a manos de los españoles, cuyo capitán tenía orden de doblegar por las armas a los habitantes de Ácoma para amedrentar a los poblados indígenas de toda la región. La misma suerte corrieron los ameríndios de Nueva Inglaterra: cuando el número de colonos creció y los descendientes de los piadosos Padres Peregrinos empezaron a ocupar las tierras disponibles, arrancaron allí también las luchas y la aniquilación de los nativos. Los pueblos acabaron siendo derrotados por los colonos ingleses y obligados a trasladarse hacia el corazón del continente, como aconteció en estas llanuras cercanas a México después de las sangrientas batallas de Ácoma. ¿Quién puede alzarse hoy, después de tanto tiempo, como juez de cualquier perversión humana, de aquellas matanzas sangrientas, y enmendar los hechos y la historia de tan lejana barbarie?
Cuenta la crónica firmada por Juan de Oñate, el conquistador y minero que encabezaba aquella expedición desde México, que los indígenas de Ácoma tendieron una trampa a los españoles. Sus habitantes recibieron a los españoles con suma amabilidad mas, de repente, los indios atacaron con piedras a los españoles que se defendieron a golpes de espada. Sólo sobrevivieron cinco de los treinta expedicionarios castellanos. Oñate envió en revancha a sesenta soldados («2.000 españoles masacraron a 5.000 indefensos indios» según otra 'leyenda negra') que vengaron su anterior derrota. La escultura de Juan de Oñate en Alburquerque se sumó esta semana a la lista creciente de las que están siendo derribadas por la ira anacrónica de quienes se empeñan en sepultar la historia bajo la furia ignorante de los mentecatos.
La Misión de San Esteban del Rey y el Pueblo de Ácoma son los dos únicos lugares de nativos ameríndios registrados como Monumentos Históricos Nacionales. En un emotivo acto de reconciliación, el Embajador español en Washington firmó la paz, en nombre del Rey de España, con el Gobernador de todos los pueblos de la región de Ácoma el año 2009. Guardo aún el jersey, con todos los símbolos tribales grabados en la pechera, que me regaló en son de paz Ernest Vado aquella jornada memorable.
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