Malas noches
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Este es un hospital comarcal, en Miranda de Ebro, mal atendido, con mala fama, que también atiende a zonas rurales casi despobladasEs Nochebuena y estoy en un hospital. No en un gran centro en los que, a poco que uno se fije, aprecia cómo se lucha a brazo partido contra la muerte y la enfermedad. Este es un hospital comarcal, en Miranda de Ebro, mal atendido, ... con mala fama, que también atiende a zonas rurales casi despobladas. Ningún médico, cirujano, oncólogo, nadie, soñó nunca con acabar aquí. Parece que quien mejor y con más ganas realiza su trabajo es la gente de enfermería. Tal vez porque nunca han solicitado un traslado, son de aquí, están a gusto.
Acaso sea la noche especial, o la soledad o las horas que no pasan, pero uno juraría que aquí se ha tirado la toalla en esa lucha contra la nada de la que antes hablaba. Casi todos los enfermos son viejos, su horizonte vital se estrella contra esos Montes Obarenes que se ven desde la ventana y que no se sabe si son montañas o una nube negra. Ya sé, ya sé que no, que todos dirán que no –y más en Navidad–; que todas las vidas son iguales, con idéntico valor, pero para un mal médico no es lo mismo perder a un anciano que a un joven. ¿Influye eso en su trabajo, en su actitud? Una operación de cadera, en gente de esta edad, puede ser la puntilla, me dice el cirujano que opera a mi madre.
Cierran por la noche, no se puede salir a tomar el aire, el vigilante te advierte de que no puedes pasear por el hospital. Lo más lejos a lo que puedes ir es la máquina de café. Huyes en los recuerdos, es tu madre la que respira pesadamente, que duerme con la boca abierta, tan vieja, tan vieja. Una o dos veces ha sonado una alarma, estridente, antiaérea y una luz roja se enciende señalando una habitación. Son las tres de la madrugada cuando un señor se arranca la vía que tiene en la muñeca y dice que se marcha, que se va. El enfermero y la auxiliar tratan de detenerle. Escucha, Francisco... Llaman a seguridad. Francisco ya se ha vestido, ha sacado sus cosas en bolsas de plástico y aguarda en el pasillo, como si fuera la parada de un autobús improbable. La muñeca le gotea sangre.
Más tarde oigo el chirriar de las ruedas de una cama. No quiero mirar, no quiero ver un cuerpo cubierto enteramente por una sábana. De la 202 surge un grito, un alarido. Aquí también vive la demencia, el alzhéimer. Y ese alarido, mientras la camilla se aleja, no es por la muerte, sino por la vida, tan hermosa.
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