La resaca electoral en la Comunidad de Madrid ha tenido el efecto balsámico de una tregua a la que se ha llegado por cansancio y agotamiento de hipérboles, tras haber terminado durante la campaña con todos los tópicos posibles. Cada cual ha salido del bache ... como ha podido y el parte de daños, una semana después, es fiel reflejo de lo efímero de la política. Convengamos en que ni Isabel Díaz Ayuso, convertida en Agustina de Aragón, es por si misma la Libertad con mayúsculas, ni Unidas-Podemos anticipaba la vuelta de Marx, Trosky y Lenin, ni tampoco han proliferado los fascistas por las esquinas, como apocalípticamente adelantaba ese actor diletante que es Pablo Manuel Iglesias Turrión, a quien los votos han pasado a la reserva. El guión se ha cumplido, Ayuso se ha liberado del férreo marcaje de Ciudadanos y el PP acaricia la idea de que esta barrida en toda regla se repita a nivel nacional cuando ser convoquen elecciones generales.

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Ángel Gabilondo se ha inmolado en el intento dejándose mangonear por Moncloa. Ha sido víctima de una campaña desastrosa y del efecto del fuego amigo, en forma de política tributaria, disparado desde la Moncloa. Pedro Sánchez, que se apuntó a la fiesta buscando conseguir una muesca más en su révolver político, ha hecho mutis por el foro porque ya dijo Napoleón que «la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana». El bueno de Edmundo Bal, pese a intentarlo, no ha podido conjurar la deriva suicida de Ciudadanos, víctima de una dirección errática y de una ausencia de rumbo y de sentido. El epitafio de este proyecto ilusionante, hace pocos años, está próximo a escribirse por la torpeza de todos los que no han sabido asumir su rol en el panorama político de este país. Y entre los caídos está también el jubilado Iglesias que se preguntará si para esto merecía la pena salir del Gobierno. Salvar los muebles, únicamente, no era en absoluto su objetivo. Él descendió a la política madrileña para salvar a Madrid de nazis imaginarios, y ahora contempla resignado como su magia se esfuma y su estrella desvanece la intensidad lumínica por pura obsolescencia de ideas y materiales.

La gran triunfadora del lance ha sido, sin duda alguna, Isabel Díaz Ayuso, por la que hace un par de años nadie daba un euro. Haría mal la reelegida presidenta en creerse Margaret Thatcher o una suerte de Winston Churchill, sin habano y en femenino. Poner los pies en la tierra y conocer bien el perímetro de su victoria le impedirá a ella, y a su partido, extraer consecuencias erróneas que pudieran conducirles a errores fatales en el futuro.

Lo que queda ahora es dejar la palabrería hueca de las promesas, propia de la campaña, y aterrizar soluciones para los ciudadanos. Frente a las ensoñaciones de unos y los aspavientos de otros, está la gente que no tiene trabajo ni recursos para subsistir. Está el futuro amenazante e incierto que atenaza a tantas familias y reclama acciones concretas y urgentes. Está la gestión de la vacunación y la salida responsable de la pandemia. Está la lógica y el sentido común, la eficacia y la inteligencia. Concluido el torbellino guerracivilista de estas semanas para olvidar, ha llegado el tiempo de pasar de las palabras a los hechos y de las musas al teatro. Lo demás son decibelios, demagogia, ruido y furia. Y con eso la gente no come ni vive. El desafío es formidable y reclama políticos que sepan estar a la altura. Casi nada.

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