Huele a aceite frito desde que salimos del coche. Venimos cinco en un Volkswagen Polo, con el maletero atestado de vino de cartón, jaulas de cerveza de marca blanca, refrescos sin azúcar, hielos que gotean, vasos de plástico y mochilitas discretas que guardan el licor ... particular. Huele a churros, a churros de chocolate. También a patatas fritas. Seguimos el sendero de luces, música y humo, cargados con las bolsas y tomando la primera lata de Steinburg. En las casas bajas han sacado mesas y de puertas de chapa salen padres de familia vestidos con polos que dicen su nombre a la espalda, protegidos de la noche por un sombrero de paja y por una balsa de lechazo que atenúa el efecto del Larios y del orujo que su cuñado hace en El Bierzo.
La gente abandona las peñas para ir a los toros, a los toros y a las vaquillas bendecidos por la luna. Corren y corren por las calles, hincando sus astas al aire entre barrote y barrote de las talanqueras. Los muchachos se visten de gala, con su camiseta de cortes, y ante la febril mirada de las que serán sus mujeres y madres de sus hijos, se adentran en la plaza móvil en busca de la bestia para enfrentarse a ella, y con su sangre en la camiseta, como Sigfrido con el dragón, ser inmortales para un pueblo que honra y recuerda a los heridos por alcanzar a la dama de sus desvelos.
Los chicos más elegantes del pueblo visten camisa de Rottweiler. Disimulan el cartón engominando los pocos pelos que aún protegen sus ideas y sus sueños. Son lo suficientemente jóvenes para seguir viendo los encierros, pero lo suficientemente viejos como para sufrir un esguince que les haga perder su trabajo en la fábrica de aluminio lacado. Beben un Magno con refresco de soda, apoyados en la talanquera más próxima al bar. Beben el brandy a grandes tragos, intentando impresionar a una chiquilla mucho más pequeña que ellos, con el peto de peñas, de la que dicen ha pasado por la piltra de todos los hombres del pueblo, menos por la suya. Se casarán, y la pobre muchacha, que será la más santa entre las santas, siempre estará sambenitada como la más puta del pueblo que la vio nacer y comulgar.
La gente se agolpa en la Plaza Mayor cuando las farolas se encienden definitivamente. Está el cura, el de la camisa de Rottweiler, el padre de familia que va hasta arriba de ginebra y lechazo, y también están los de la ciudad que tienen amigos en cada pueblo. La churrería no da a basto. Las luces se proyectan en las fachadas que flanquean la Plaza Mayor y pronto no cabe un alma, en la plaza. La voz de Marina inunda los cuatro costados. 'El Polvorete' resuena a varios kilómetros, y Pepe Benavente, como las neveras portátiles o el Frigopié, revive cuando llega el verano. Nayara y Alba bailan divertidamente canciones infantiles y los éxitos de los veranos de los 90. Abuelas primerizas animan a sus nietos a bailar, y las mujeres de las peñas se contonean mientras sus maridos observan obnubilados los movimientos de las protagonistas de la noche.
Empieza a refrescar cuando Macrodisco Shambala cambia de pase. Enfundados en sudaderas, chaquetillas y rebecas, la fiesta prosigue con Don Omar, Ozuna y Karol G. Encima del escenario ellas pasan frío, todo por la patria. En 2020 no han podido actuar pese a que habían cambiado el repertorio para una hipotética gira y modificado el vestuario. El presente verano tampoco es muy halagüeño para las orquestas. Siete personas van al paro. Siete profesionales –entre bailarines, cantantes, speaker, DJ, montadores e iluminadores– de la animación y el espectáculo pasarán un nuevo estío buscando empleo, esperando a que los ayuntamientos de los Langayo, Peñafiel, Cotanes, Mucientes o el propio Valladolid decidan reactivar su propuesta de ocio.
Por segundo año consecutivo, en la misma plaza en la que los abuelos se conocieron gracias a la música de una orquesta, sus nietos no podrán encontrar a su gran amor. Los quintos del pueblo bailaban azuzados por Manuel, el animador. Los cuerpos se movían mórbidamente con canciones de oro viejo, y donde había amigos que se criaron juntos, el Barceló y la voz de Marina cantando Amaral, hicieron parejas. En esas plazas anónimas, que incluso en los días centrales de fiesta apenas congregan a cien personas, se colectiviza el alma y el intelecto bajo el credo de los sentidos. Las luces de colores se cortan al impactar con el público, y cuando el vientecillo arrecia, huele a sudor, a trigo y a verano. Demacrados e inconstantes destellos de belleza.
Las últimas canciones reúnen a los más beodos y nostálgicos. El Vals del Obrero, Flying Free y Melocos se sienten como una lija en los corazones. Las copas están demasiado aguadas y todo apunta a que es momento para la retirada. Se sucede alguna pelea multitudinaria y corre el rumor de que a alguien le ha arrollado el cercanías. Otro año más se va, pese a que sea agosto. Cuando la noche clarea, se empieza a oír a los mirlos. Shambala se recoge y la gente vuelve a sus casas, triste, mecida por el canto de los pajaritos que se disponen a picotear los campos con el primer sol. Porque la euforia camina de la mano con la tristeza y el horror.Marina dejó de cantar, pero en las casas una música brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor. Y entonces la fiesta termina, hasta otro año.
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