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Siendo las cinco horas, las Casas civil y militar, o sea, yo, anunciaban el deceso de Lupo. La bandera legionaria que se colgó en el caserón de Garabito se izó a media asta y, con media resaca, quise montar el funeral de Estado a un ... perro que me dio tanto. Se ha dicho que el perro era de porcelana, pero es una de tantas leyendas.
Es cierto que escribía sus memorias, a lo Churchill, viendo liebres, pocas, en el pinar. Yo vi que Lupo se me iba cuando le di un bollo de crema y se quedaba hierático, como Anubis. Entonces sí sentí que era de porcelana. Chapu Apaolaza me consoló, me preparó un café y salimos al aparcamiento de la gasolinera que era, más bien, un solar de todas las tristezas. No lloré. Y no lo hice porque el de arriba no podía quitarme a mi mejor amigo, al conversador lacónico que siempre ha sido. Le puse una manta porque hacía frío, lo subí a la cama, y le dije a Chapu que me preparara un Dry-Martini, ese cuchillo disuelto que dicen Manolo Alcántara y José Luis Garci, que andaba a doscientos metros del presunto cadáver.
Y sin embargo, al día siguiente noté un quiebro en el suelo. Era Lupo, que igual se quiso montar una fiesta de lormetazepanes mientras yo andaba pidiéndole a susodicho Garci que quiero hacer del hijo de Germán Areta y no le escondí el bote/pastillero que en casa lo llamamos 'el Marylin'.
La cuestión es que me encendió la tele y lo primero que vi fue un morreo falso de Irene Montero y Pablo Iglesias. La vida perruna, que se abre paso. Llamé inmediatamente a Chapu Apaolaza, vino, y me trajo una figurilla bendecida de su San Fermín.
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