Hoy era lunes

Pero, aunque infeliz, ese lunes de vuelta era nuestro lunes de vuelta, un día con olor a fascículos coleccionables y a pechuga de pollo a la plancha, a goma de nata y a plástico de forrar libros de texto. Y lo sufríamos tal cual era, qué remedio. Ahora, no sabemos si forrar los libros o los niños. Sin rutinas a las que volver, si es que en este verano idiota hubo algún lugar y algún tiempo de los que regresar, ya no hacemos pie.

Ni en casa, ni en el colegio, ni en el curro: saludas a tu compañero de trabajo y, en lugar de preguntarte qué tal te ha ido todo, te suelta no sé qué acerca de un complot mundial. Cinco años codo con codo, enseñándole a hacer hojas de cálculo y aguantándole los problemas con la suegra mientras fumabais en la puerta, para que ahora Peláez te diga que todo esto es un invento. Ya ves, justo Peláez, el más lerdo de todos, mostrándose soberbio: él sabe la verdad porque es mucho más listo que tú, pobre idiota que se deja manipular. Y tú, aguantando el chaparrón por no discutir, que bastante tienes ya con preocuparte por la continuidad de tu trabajo, por lo que vas a hacer con los críos cuando empiecen a cerrar escuelas, por tus padres. Quién nos iba a decir que echaríamos de menos mortificarnos por tres kilos de más. Y por media docena de macetas.