Hay quienes niegan la identidad –en especial la de Castilla y León– o quienes, simplemente, intentan manipularla. Pero, quizá, haya sido la siguiente «verdad poética», resumida en pocas palabras por Cernuda, una de las aproximaciones al tema que mejor define su inevitabilidad: «El país es ... un nombre; es igual que tú, recién nacido, vengas al norte, al sur, a la niebla, a las luces; tu destino será escuchar lo que digan las sombras inclinadas sobre la cuna». Y así es: no resulta fácil prescindir de la identidad porque en ella nos hacemos humanos de una manera específica, a través de una lengua concreta o las vivencias de un lugar y una cultura que contribuyen a conformar nuestra visión del mundo.
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No quiere ello decir que tal realidad condicione o determine algo así como un carácter y sometimiento a un espíritu colectivo del que no cabe escaparse. De hecho, vivimos en una época donde la globalidad ha vuelto cada vez más complejos los juegos que grupos e individuos llevan a cabo en la construcción y deconstrucción de sus personalidades, convirtiéndose los mismos –a veces– en un verdadero «bricolaje de la identidad». Y nunca el nacer o vivir en un territorio decidió esa suerte de pertenencia –en la cual algunos siguen creyendo– que marcaría las acciones, mentalidades o comportamientos de las personas. Viene esta reflexión a cuento de la identificación que, desde la literatura, se ha efectuado –a menudo– de un estereotipado paisaje castellano con los supuestos rasgos de personalidad atribuidos a él.
Lo que sí puede pensarse es que el sentimiento de identidad de castellanos y leoneses se muestra tan variado como sus paisajes y formas de vida, pero no por esto deja de existir. A pesar de que se diría que muchos prefirieran negarlo o reducirlo a dimensiones políticas y administrativas. Los intentos más frecuentes de «licuefacción» de nuestras identidades han consistido en disolverlas en organizaciones provinciales o apelando al papel de Castilla como argamasa histórica de la nación; es decir, como esencia del nacionalismo español. Otros ensayos de licuefacciones habrían conducido a procurar la eliminación o ninguneo de aquellas manifestaciones que no se encontraran en consonancia con la esquemática identidad pretendida por los poderes de turno.
Ocurrió ya cuando, al llegar Aznar a la presidencia de esta Comunidad Autónoma, se esforzó en que la fiesta de Villalar desapareciera como el punto de encuentro y expresión de identidad que había llegado a ser, no «gastándose un duro» –según declaró– en la susodicha; cuando –durante años– se procuró que la celebración itinerante del día de Castilla y León, decretada desde la Junta, acabara condenando al festejo de la Campa a la irrelevancia o la liquidación. Ocurre ahora, cuando –mediante una estrategia bien conocida tras esos precedentes– se quiere «atomizar» el Villalar 2024 con celebraciones en paralelo que la Junta patrocinará en diversos emplazamientos. Es verdad que la identidad plasmada en Villalar puede que no englobe a toda la Comunidad, sino que constituye el reflejo de un sentir principalmente castellanista; y lo que parece claro es que no representa el tipo de identidad que quienes la gobiernan y gobernaron eligen destacar, pues se trata de un modelo de identidad de una Castilla igualitaria, comunera, independiente y –hasta cierto punto– revolucionaria. Tan inventada o real como la del modelo contrario: la Castilla que otrora impulsó y sostuvo un imperio, aun a costa de empobrecerse y devenir en ese territorio «periférico del interior» –como más de un autor la ha definido– que todavía seguiría siendo.
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Aquí, una vez más se ensaya la receta de pulverizar las identidades que disientan del cliché de «cantos y santos» o «monjes y soldados», aplicándose la vieja receta de manipulación de las tradiciones que intenta reducir las ricas culturas de Castilla y León a coros y danzas, toros y cañas, arcaísmo y platos típicos. Pero ese empeño sólo hace patente –en casos como el de Villalar– la resistencia de otros modos de entender lo castellano ante imposiciones manipuladoras; así como la persistente indisolubilidad del sentimiento identitario.
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