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Una conocida agencia de viajes ha lanzado una campaña simple, pero bien enfocada, cara a los desplazamientos que la gente efectuará durante la próxima Semana ... Santa: 'Disfruta la Tierra' –pregona su eslogan–. Frente a la creciente expectación que últimamente parece suscitar el turismo espacial y, más en concreto, el que Musk y Trump ya anuncian y publicitan con destino a Marte, se propone conocer –antes– algunas de las muchas maravillas de nuestro planeta. Puesto que, tal y como afirman los impulsores de dicha campaña, parece un mejor plan visitar cualquiera de sus bellas ciudades y paisajes increíbles; conocer sus mares, sus horizontes, bosques, montañas, praderas, colinas, ríos, que aterrizar en arenas radioactivas, sin agua, vida aparente, ni seres humanos: por tanto, sin cultura.
Lo que no quiere decir que un mundo de aventura, como el que Marte promete (y sobre el que tanto se ha fantaseado o escrito), vaya –forzosamente– a dejar de producir esa cierta fascinación que, cuando niños, nos encandilaba. Sin embargo, no encontraremos –allí– marcianos, hombrecillos verdes, ni imaginativos monstruos viscosos. Los monstruos, hombrecillos y marcianos están aquí. Y el Marte que habíamos inventado probablemente fuera bastante más sorprendente que el real. Pero, entonces, ¿por qué se vienen invirtiendo tantos recursos, ahora también privados y –sobre todo– públicos, en llegar a Marte? Enormes cantidades de dinero que se han gastado, y se siguen gastando, cuando –si se hubieran empleado en empresas más solidarias y menos quiméricas– habrían podido servir para que (como solía desearse en los concursos de mises) «se acabará con el hambre en el mundo».
Pues, más allá del afán de conocimiento y expansión que se atribuye a los humanos, ¿qué otras razones subyacen para esta insistencia en viajar y colonizar otros planetas? Pesa la ciencia, sin duda. Y el mito. La convicción de que sólo seremos inmortales si conseguimos dominar los cielos. No obstante, hay –probablemente– un motivo menos noble y grandioso: se da por hecho –con frecuencia– que el juguete que llamamos 'Tierra' está en vías de desaparecer por sí mismo: o, más bien, que esos niños grandes y malcriados que son los individuos como Trump y Musk van a contribuir a romperlo. Y necesitarán un juguete nuevo. Y otro. Y otro. Si se les permite, serán capaces de terminar con el universo.
En vez de irse a Mar-a-Lago de fin de semana, como hacen habitualmente, Musk y Trump viajarán a su resort de Marte. Y estarán como en su casa, desde luego, porque bastante marcianos sí que son los dos. Aunque muy mal lo tienen que haber hecho los otros para que estos extraterrestres peligrosos se hayan apoderado del mundo. El daño que, en poco tiempo, están provocando arroja una idea del que pueden producir a largo plazo. Porque otro de los argumentos que acostumbra a utilizarse para justificar la enorme inversión en proyectos espaciales es el de las aplicaciones bélicas y los adelantos tecnológicos de todo tipo que tal empresa lleva aparejados. En suma, el perfeccionamiento –también– que los humanos podrían alcanzar por ese camino en el refinado arte de la autodestrucción. Especialmente si quienes disponen del poder para «apretar el botón» del fin del mundo son individuos vehementes, coléricos, vengativos y desequilibrados. Puesto que sabemos de sobra que existen humanos capaces de lo peor, pero –además– otros proclives a cultivar la cooperación, la compasión, la solidaridad y el progreso común. Que se vayan los primeros a Marte y nosotros a nuestro pueblo, por si hay que ponerse a salvo -en la bodega- de la tercera guerra mundial, ésa de la que tanto hablan gentes como Trump y que –se diría– están esperando o propiciando que tenga lugar.
Disfrutemos de la Tierra, sí. Éste es nuestro gran destino y la verdadera y única casa que, por el momento, tenemos: un magnífico e irrepetible hogar. Y hagámosle un ámbito mejor o más fácil para la vida, centrándonos en el proyecto de perfeccionamiento de los humanos como garantes y guardianes universales de su protección o pervivencia; nunca convirtiéndonos en la causa principal de su definitiva desaparición.
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