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Uno de los momentos que genera más emoción durante estos días previos a las elecciones, es aquel en el que un policía municipal llama al portero automático sobre las diez y media de la noche para comunicarte que eres parte fundamental e indispensable de aquello ... que los cursis llaman: la fiesta de la democracia.
Hasta este momento yo he tenido la suerte de ir librando, únicamente me tocó una vez ser el suplente del presidente de mesa para unas elecciones europeas, pero como por el oficio también somos parte activa del espectáculo, no tuve que estar ese día en primera línea.
Mi padre siempre cuenta que él participó en las primeras elecciones como vocal de mesa, y como lo debieron hacer muy bien, las autoridades decidieron que todos repitiesen para las siguientes, ya que la democracia estaba muy tierna y no querían que nada entorpeciese lo que tantos años costó reponer.
Siendo adolescente recuerdo ir a nuestro colegio electoral, a llevar unos calcetines a mi madre, quien también fue vocal, recuerdo que, en el Albéitar, ese dí no se puso la calefacción y allí no había quien parase.
Que conste que con esta columna no estoy incitando a la rebelión, ni mucho menos, pero creo que ahora mismo ser parte de una mesa electoral se puede considerar como uno de los grandes dramas de humanidad. Seguramente haya quien disfrute de ese día, quien se sienta importante, imagínense, un escalón más que una presidencia de una comunidad de vecinos, y ya no les digo nada si encima en esa mesa vota alguien importante.
Lo normal, o así lo veo yo, es que nadie quiera ir, a no ser que no tengas vida, o la que tengas sea un poco triste. Y lo más habitual, es buscar siempre la manera de intentar librar, el escaqueo puro y duro. Pero el sistema está muy bien pensado y es muy complicado vencerlo. Algo así como la frase que reza y sentencia a las puertas de la escuela taurina de Madrid en la que dice que: «Ser torero es muy difícil, figura del torero, casi un milagro».
Pero aún así la gente lo intenta. A mi particularmente no hay cosa que más me guste que llamar a mi mujer el día del sorteo de las mesas para comunicarle que desde ese preciso momento ya puede meterse en el bunker, bajar las persianas, y si llaman a la puerta quedarse inmóvil para no dar la mínima señal de habitabilidad.
En apenas siete días nos veremos inmersos en unas elecciones municipales en las que en la mayoría de nuestras ciudades aún habrá mucho partido por disputar.
Ahora nos metemos, según los politólogos y expertos en esto de la demoscopia, en esos días previos a lo que yo siempre llamo de Ruido de Cisternas.
Los días en los que sumar, se suma poco, pero en los que un fallo te puede jugar una mala pasada.
Algo similar a los debates en los que básicamente se sale a no perder y en los que el que más pierde siempre suele ser el moderador.
Los días de los saludos, de los besos y abrazos con ese sonido en la espalda tan característico «plas plas plas», esos días en los que los aludidos sonríen por la calle a los ancianos del parque y a los perrillos que rodean el árbol.
Pero sobre todo son los días de las promesas, como aquel candidato a diputado que en plena campaña visitó un pueblo antes unos comicios generales, y que a cambio del voto prometió a los lugareños hacerles un puente nuevo. Le respondieron que no era necesario porque no había río a lo que el futuro diputado les respondió: da igual, ya os traeremos un río.
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