De tanto hablar de la pandemia, a veces dejamos de lado otras cosas que seguirán ocupándonos cuando esta maldición bíblica sea solamente un vago recuerdo. Por ejemplo, de la angustia de todas esas familias que tienen a su cargo un hijo con síndrome de Down ... o similar, asunto del que se ocupa el presente reportaje. Una buena amiga que trabaja en el servicio de maternidad de un gran hospital de la región comentaba un día que en cuanto el niño asoma la cabeza, la primera pregunta de la dolorida parturienta es si está bien y «si tiene de todo». Según ella, casi nadie se interesa por el color del pelo o de los ojos, sino por cualquier defecto físico o mental que hagan al recién nacido dependiente de sus progenitores para el resto de su vida.
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Es probable que a quienes les haya tocado esta 'lotería' renieguen de cualquier tipo de conmiseración, y el presente comentario les resulte ofensivo. Si es así, lo siento y pido disculpas, pero me estremece pensar en el calvario de no poder disfrutar plenamente de un recién nacido al que notas, día a día, cómo se va abriendo paso en el mundo y en la vida y dependiendo cada vez menos de sus mayores. Mi amiga asegura que es muy jodido soltar la verdad cuando las cosas vienen mal dadas, sobre todo si acabas de traer al mundo a uno de esos chavales que, salvo que la ciencia adelante una barbaridad, dependerán de sus padres hasta que desaparezcan. ¿Y luego?
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