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Espigado, mucho, con unas greñas que le irían pintadas al guitarrista de una portada 'heavy' de los noventa, y con un apellido, López, que le sirve de nombre, como si tuviera de serie ese afán de camuflaje que padecen los introvertidos. Había tenido referencias ... suyas por un amigo periodista, Carlos Fidalgo, que tuvo la desfachatez de meternos a los dos en el mismo artículo, pese a que pertenecemos a mundos opuestos de un mismo oicio. Él hizo de mí en una vida pasada que ahora, seguro, le sonará lejana, casi ajena. Yo nunca podría hacer de él. Ni en cien futuros.
A pesar del recelo al micrófono, López abre la mesa redonda. A su lado, frente al público, aparecen algunas de las imágenes que captó meses y años antes, cuando recorría el mundo en busca de conflictos que contar. Y habla de ciudades que nosotros, en este apacible ir y venir de rutinas rotas por polémicas vulgares, por Juego de Tronos, por los ignorantes antivacunas, desconocemos. ¿Nagorno Karabaj? Sí, puede que se escriba así. En la pantalla aparece un edificio en ruinas. Y una mujer joven, de rojo, que camina junto a él. Y López recuerda la historia del edificio, de quienes lo habitaban en paz antes de que estallara el absurdo. Y proyecta una imagen en la que mujeres guerrilleras hacen la señal de la victoria mientras transportan el féretro de una compañera caída. Y otra de un grafiti que recuerda tiempos de conflictos armados en Irlanda, y mientras la ilumina con palabras recuerda la calle, el barrio, los detalles...
López fue una vez conocido. Le secuestraron. Nueve meses. El ISIS. Y ahora está libre en esta jaula cotidiana de la que, seguro, volverá a salir para ir a buscar otras vidas.
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