El lomo plateado de las culebras
La carta del director ·
«Pasarlas canutas porque sí es un buen modo de descansar de todo el tiempo que en el último año las cosas han pasado porque no»Secciones
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La carta del director ·
«Pasarlas canutas porque sí es un buen modo de descansar de todo el tiempo que en el último año las cosas han pasado porque no»Mi bicicleta es de color negro. La compré hace poco más de un año. Estaba de oferta al 50%. Hasta que me decidí, la analicé varias veces a través del cristal del escaparate de la única tienda de bicis, la de la calle San Quirce, ... que frecuento desde que vivimos en Valladolid. Lucía una llamativa cinta verde lima en el manillar. Era preciosa. Es preciosa, a pesar de lo mucho que me hace sufrir.
Al poco de adquirirla pedí que le cambiaran esa cinta por otra también de color negro, una más sufrida y con mayor adherencia, para cuando uno se levanta y zapatea las bielas pendiente arriba. Además le puse llantas nuevas, más ligeras. Perder peso así es más rápido que hacerlo con dieta y sudores. Y más caro. Desde hoy y hasta final de mes pretendo recorrer cerca de dos mil kilómetros sobre ella, por carreteras de Valladolid y Palencia. Será, como el año pasado, mi modo de disfrutar bastantes días de mis vacaciones durante ese intervalo de tiempo –un par de horas o tres– que transcurre desde el amanecer hasta que el sol remonta el horizonte y comienza a calentar el lomo plateado de las culebras.
Valladolid y los pueblos cercanos de Palencia no parecen sitios propicios para la práctica del ciclismo. Cualquiera pensaría que es un territorio monótono. Demasiado llano, demasiado rectilíneo, demasiado tostado. Es verdad que no tenemos largos puertos. Ni largos ni cortos, de hecho. Pero si uno pedalea cerca de molinos de viento, como es el caso, ya sabe lo que le espera: densas rachas que, dependiendo del día, acaban fatigando como una larga subida de desnivel pronunciado y constante. Frente al viento, sin la ayuda de esos compañeros de rueda generosa –alguno hay que no solo te apalea si te ve ceder desencajado–, volviendo de Wamba por el páramo que baja a Zaratán, rodando por la carretera que enlaza Peñaflor con la de León, por la que te trae de vuelta de La Santa Espina o por la que recorre el valle de Esgueva, así, contra ese viento como digo, no se echa de menos ninguna pendiente. Al revés. El último repecho del alto de San Martín de Valvení, en cuya varga me he retorcido como un alacrán unas cuantas veces, no es comparable al lastre de una fuerza que, además de oponerse a la marcha, te puede desestabilizar si negocias una curva sin las debidas precauciones. O si, en un despiste de principiante, no sorteas a tiempo la verruga de una gruesa raíz en el arcén, como las que se acumulan entre Viana de Cega y Puente Duero. O si no te apartas los suficiente del repugnante guiñapo de cualquier animal muerto de los muchos que acaban destripados en la cuneta. En los márgenes de las comarcales se amontonan basura y cadáveres que solo vemos las aves rapaces desde el tendido eléctrico, los ciclistas desde nuestro sillín y Google Earth desde el satélite.
Esta, mi última carta antes de vacaciones, no habla, como casi todas, de políticos, de covid, de economía ni de problemas. Quería escribir de algo menos triturado, más estimulante. Y quería disfrutar al hacerlo. De un modo un poco masoca, si quieren, pues lo más incómodo es hablar de uno mismo. Masoca como cuando, procedente de Herrera y al alcanzar La Corala por la carretera que se encabrita en paralelo a la autovía de Pinares, un grupo de ciclistas aumenta la velocidad progresivamente y esprinta en una absurda competición sin trofeo ni beso ni ramo de flores. Al final del esfuerzo, las piernas desfallecen, los pulmones se resecan por la agonía, no hay agua en el bidón que calme el martirio. Pero el que gana se cree Valverde, Van del Poel, Perico o Induráin, mientras boquea como un barbo. Ninguna sensación en el mundo es parecida a esa. Quizás la de hollar la cima de un monte solo por el placer de descender de ella. O la de levantarse con agujetas al día siguiente y sonreír.
Si pueden, me hacen caso y destinan también una parte de su tiempo este verano a soñar, a disfrutar del aire libre, a apagar el móvil, a hacer deporte, a quedarse sin aliento, a mirar en los márgenes de lo cotidiano, a leer de nuevo su novela favorita. O a montar en bici y pasarlas canutas porque sí. Es un buen modo de descansar de todo el tiempo que en el último año las cosas han pasado porque no. Cuídense.
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