Rojo sangre, marrón que borra, el Desierto del Sáhara en plena Castilla y la sensación de día marciano, de eclipse y de día como raro. Se ha visto de todo ya, y el más pintado pensó en Putin, qué narices iba a pensar si no ... se veía nada. El bigote con un barrillo como los cacaos en polvo, repelús en los mochos y los escobones.

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Nieva poco y entra una tormenta africana, que es un mensaje para negacionistas. Se hablaba de primera hora no sólo de la Karcher, también, decimos, de Putin. De cómo coger el coche, lavarlo sin hacerle rayones que fueran eternos y que dejarán en el imaginario que un 15 de marzo cayó la intemerata de polvo y que el Planeta no era el Planeta y la ciudad se borró. Y eso que yo hablé de una nube, de una nube baja, pero no de esta papilla secarrona que caía y nos dejaba el alma en una nueva distopía. Se fue, claro, pero los niños no salieron al parque porque los pulmones no se llenaran de algo que no tragan ni los tuaregs: las mascarillas hacían turno doble y esta borrasca, Celia, no daba ni para un triste poema.

Habló uno con botánicos, que confirmaron que el polvo, como tal, no afecta al pinar ni a los exorcismos del Parque: que en cuanto vengan los vientos de abril la ciudad se quedará limpia, y hasta los sopletes de hojas limpiarán barbacoas. Quizá la meteorología, aparte el que iba a repetir Filomena, no es la Astrología, donde quiero ver el cielo estrellado e imaginar presagios de buena ventura. Quiero mi Polaris antes de dormir, sosegado, y que la ciudad y el pinar no parezcan Tinduf en los peores días.

Amainará la arena y veré sus ojos. Nunca he perdido la esperanza.

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