Por el horizonte se levanta un polvillo como de séptimo de caballería de la vacuna. Tenemos la esperanza como del 94,5 por ciento y una ilusión leve de verano de San Miguel. Si alguno no quiere la vacuna, que me la de a ... mí. Pregunto, como preguntan los niños en los coches: ¿Papá, cuándo llegamos? Voy por la vida con el gotero colgando, el tinitus de los respiradores incrustado en el oido y el pijamilla de enseñar el culo en los hospitales. Todo lo más extraordinario que nos puede suceder es que las cosas vuelvan a ser como eran. No será tanto pedir. En las conversaciones, en la melopea del Twitter, en la cabeza anestesiada desde que hicimos el triaje emocional y embotamos el corazón en gel hidroalcohólico, comienza a atisbarse algo, una grieta siquiera por la que se resquebraja el infortunio. Siquiera se trate de concebir las cosas que le gustaban a uno: tres filas de gente pidiendo en la barra, jugarse la vida en broma en un encierro, los camareros agobiados por exceso de trabajo y no esta vaina de porcentaje de CO2 y código QR con carta de pistolas para volarse la tapa de los sesos. Recuerdo el día en el que se cayó aquel mundo y se construyó este otro. Fue cuando Pedro Herrero me preguntó si había pensado en comprar un hornillo para poder cocinar si se iba la luz.

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Acudo desde entonces al campo casi a diario. Las afueras de Madrid son una reserva de cosas intactas que rompen solamente esos tipos que llenan los caminos con sus bicicletas como flechas de colores. De alguna manera, pese al Frankenstein de Moncloa y pese a los presupuestos, el mundo sigue haciéndose verdad en el canto del pardillo desde lo alto de las chopas, cuando el gorrión late empapado en el alero de la cuadra y en el sudor en el cuello de la yegua. Todo aquello sucede como siempre, implacable en su imperio de la lógica. Conduzco entre los sembrados sobre el traqueteo de los baches que también son de verdad. Por la radio del coche suspira Nadia Calviño desde otras dimensiones que no son esta de barros, de charcos y de rocío. El campo saluda al otoño en un catálogo de ámbares y me recuerda que quizás el mundo siga ahí cuando esto pase, más o menos como Alfonso Guerra. Que tal vez el destino nos reserve algo más que esta sucesión idiota de memes, histerias, traiciones y pensamientos corales por la que transito con la sensación de vivir de prestado. Este mareo de marejada en Madrid. A media mañana de ayer se disolvió la niebla y el jilguero volvió a cimbrear sobre los cardos como un metrónomo inalterable. Con rebajarle un poco el cubata al Covid, bastaría. Matando algo menos, esta sería una enfermedad odiosa, definitiva para el que la sufre y merecedora de todos los desprecios, sí, pero sería una enfermedad más, una de esas que pasan desapercibidas, a las que ninguneamos cuando abrimos la segunda lata de cerveza o pasamos una semana sin correr bajo la boina de la contaminación que adelanta la hora de 30.000 personas al año. Digo que la podríamos despreciar gloriosamente y sumarla a la lista de situaciones en que -aquí y allá- la muerte guiña con disimulo el brillo de plata del filo de su guadaña y le hacemos chistes. Me conformaría con que la lucha contra la Covid no llenara de soledad al viejo y de pobreza al taxista. Con que para proteger a unos no tuviéramos que matar a otros, bastaría.

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