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Más tarde, después del primer brote, aprendimos que la vida era esto. Rememorando al inolvidado Jaime Gil de Biedma, sabemos que nuestra existencia es extremadamente frágil y, sobre todo, que va en serio. También que nos movemos en un ámbito muy reducido, anhelando la libertad ... completa desde nuestra forzada libertad condicional. El virus nos condenó en marzo a una pena de arresto domiciliario y no fue hasta junio que alcanzamos un estatus limitado y vigilado que el Gobierno dio en llamar nueva normalidad, para disminuir su pesada carga de restricciones. Ahora nos levantamos cada mañana acechados por la adopción de nuevas medidas que pueden limitar nuestra movilidad, la vida social y familiar, el ocio o, simplemente, el hecho de hacer planes para el futuro. No sabemos si pasado mañana van a confinar el barrio en el que vivimos o la ciudad entera, miramos con desconfianza a quienes llegan de Madrid, porque la capital se ha convertido en la zona cero de la epidemia en España, aplazamos bodas, bautizos, comuniones, congresos, eventos y actos sociales, en espera de que todo esto pase. Y no, no va a pasar, al menos en un plazo corto.
Nos dicen que hay media docena de vacunas en proceso de aprobación, y es verdad, pero tratan de esperanzarnos con la idea de que en meses se estarán inyectando, cuando lo cierto es que nadie apuesta por una campaña de vacunación masiva antes de un año. Nos quedan, por tanto, otros doce largos meses por delante para convivir con un enemigo que puede infectarte sin que lo sepas ni lo notes, hacerlo con un grado muy leve de molestias, provocarte un proceso serio de pasarlo muy mal en casa, enviarte al hospital, a la UCI o, lamentablemente, al cementerio. Es así, y en función de ello vivimos con incomodas mascarillas, pegajosos hidrogeles y una enorme cautela que nos priva del contacto físico incluso con nuestros seres más queridos. Y con todo, nuestro país bate récords de afectados y víctimas. Algo estamos haciendo muy mal y aún no lo sabemos. ¿Por qué en Suecia, por ejemplo, hay muchos menos casos por millar de habitantes? Allí son menos efusivos en los abrazos, pero aquí los hemos eliminado; allí son muy cumplidores con las normas, pero aquí –salvo algún descerebrado– la gente se atiene a las instrucciones sanitarias; allí muy poca gente utiliza mascarilla y en España la llevamos atornillada al rostro. Entonces ¿qué ocurre? ¿Cuál es el factor que nos sitúa en el triste podio de los países más azotados por la pandemia? Habrá que estudiarlo a conciencia y abandonar las respuestas más propias de los lugares comunes que de la comunidad científica.
Nuestra vida personal y laboral, en esta libertad condicional, se desarrolla en una pantalla. Nos relacionamos con nuestros compañeros de trabajo a través del ordenador, el móvil o la tableta, y por esos mismos medios hablamos con la familia. Abuelos y nietos se ven hoy por Internet, en una estampa insólita que define por si misma la impotencia ante la crisis de la sociedad en la que vivimos. Estamos ya hartos del marco de la pantalla como factor de reclusión en una realidad catódica que se ha convertido en metáfora de las rejas de una prisión virtual. Pero es lo que tenemos y lo que nos acompañará por algún tiempo. Somos libres a medias, por eso, hasta para moverse hoy por una ciudad como Madrid, muchos ciudadanos necesitan salvoconducto. Tal cual. A esto hemos llegado en el estado de libertad condicional en el que estamos.
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