Pablo Casado conversa con su portavoz parlamentaria Cuca Gamarra tras el pleno celebrado este jueves. Juan Carlos Hidalgo-EFE

El lenguaje desaforado

«El lenguaje no es la política pero es en este caso el vehículo del encanallamiento»

Antonio Papell

Valladolid

Viernes, 17 de diciembre 2021, 07:08

Se atribuye a Talleyrand la ocurrencia de que el lenguaje le ha sido dado al hombre para que pueda ocultar el pensamiento. Se trata evidentemente de una desmesura que sin embargo es precursora de las numerosas alertas sobre las trampas de la palabra: de ... Baudelaire a Nietzsche y de Kraus a Canetti, una de las constantes de nuestra cultura ha sido la crítica a la manipulación o a la fetichización de la palabra.

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En nuestro país, el lenguaje se ha vuelto últimamente un arma de futuro. En general, su papel como descriptor del debate se ve con frecuencia ocultado por otros objetivos menos dignos, y en ocasiones francamente detestables. La mayor perturbación ha venido la mano de los nacionalismos (no solo de los periféricos sino también del nacionalismo españolista, del que de un tiempo a esta parte hay abundancia de ejemplos). Miriam Bascuñán lo detectó hace ya tiempo y lo explicó en estos términos: «el mecanismo es el siguiente: identificar la crítica con un calificativo que estigmatice a su emisor.

Cualquier objeción sobre la hoja de ruta del Gobierno permanece inaudible porque el dilema lanzado por el disidente a la conversación pública se torna, interesadamente, en postura antipatriótica [.] Si leemos, por ejemplo, que «poner urnas es democrático», observaremos esta perversa trampa del lenguaje: el desacuerdo será tildado inmediatamente de «antidemócrata», y cualquier objeción se juzgará simplemente como reaccionaria [.] «Es un juego viejo y peligroso: introducir en el debate la distinción entre discursos políticos legítimos e ilegítimos, entre los que pueden aceptarse públicamente y los que no. Lo público se convierte de nuevo en ese lugar donde no se dice lo que se piensa, un espacio cercado y limitado por lo que se ha excluido. He aquí la absurda y perversa paradoja, porque lo verdaderamente democrático siempre será proteger la disidencia».

Hoy podría escribirse además un tratado sobre el desarrollo de las sesiones de control al Gobierno en la Cámara Baja, residencia de la soberanía. La periodista de 'La Vanguardia' Lola García, hablando de la sesión parlamentaria del pasado miércoles, comentaba el desplante de Casado cuando le espetó al presidente del Gobierno: «¿Qué coño tiene que pasar en España para que usted asuma alguna responsabilidad?». Y comenta la periodista: «En apariencia, no es más que una expresión malencarada que puede considerarse impropia de una sede institucional como el Congreso, pero el trasfondo es más profundo. Cuando el líder del PP dice algo así está trasmitiendo la idea de que delante tiene a un insensato al frente de un desgobierno absoluto que pide a gritos que alguien ponga orden».

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El debate de cómo se hacen las cosas, entre las dos opciones tradicionales, la liberal y la socialdemócrata, que hoy estructuran el universo ideológico occidental, ha desaparecido de la política española. Las grandes disyuntivas que maneja la oposición en este momento son legitimidad/ilegitimidad, competencia/incompetencia, buena fe/ mala fe, con lo que se borra el sobreentendido en que se fundamenta la democracia constitucional: la de la buena voluntad de todos, la del acatamiento del rouseeauniano contrato social, cuya regla de oro es el gobierno de la mayoría con respeto a las minorías, de forma que no es preciso que vengan redentores, ni que exista algún poder suprapolítico (la monarquía absoluta de derecho divino del Antiguo Régimen) a poner orden en el caos organizado por los súbditos incompetentes.

Desde hace tiempo, estamos asistiendo a una desfiguración de la democracia, en que el país atónito no sabe cómo encajar la deslegitimación constante que cada partido hace de su principal contendiente, lo que como es lógico deriva en una deslegitimación general de la política a los ojos de las multitudes, del cuerpo electoral. Si los políticos no se reconocen entre ellos, no se respetan entre sí, ¿cómo se le podrá pedir al ciudadano que se incline ante el dechado de racionalidad que es una constitución democrática? ¿Cómo incluso se le podrá exigir que cumpla las leyes si sus políticos las relativizan, las ignoran o las violan sin escrúpulos o, en el mejor de los casos, disculpan a quienes las han violado con anterioridad?

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El lenguaje no es la política pero es en este caso el vehículo del encanallamiento. Los periodistas, que algún derecho tenemos sobre las palabras, estamos obligados a denunciar esta corrupción.

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