Vibran los trigales jóvenes y un cielo gris, sólido y bajo casi como el techo de un parking. En la verja junto a la que he parado la furgoneta, se amarran los jilgueros a trastear sus reclamos. Así vista, la Tierra de Pinares parece el ... cráter del Ngoro-Ngoro con sus leones y sus hipopótamos y esos pinos redondos desde los que se le arrancaban largas las torcaces a Miguel Delibes.
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La tierra de Pinares. Llanuras, toros y lanzas. Los chavales cuentan las historias de los demás y yo, como ya estoy viejo, recuerdo mis propias historias y ahora me estoy acordando de cuando di un pregón en Traspinedo en la plaza de toros y antes de empezar le advertí a mi Elena: «Cariño, si no aplauden, no te apures: esto es así». Después salieron los toros y unos cabestros maníacodepresivos como de Mondragón que se brotaban y colaban por las talanqueras y uno que se me vino encima casi me derrama el colacao que le había comprado a mis hijas.
José Peláez me ha invitado a un lechazo en La parrilla de San Lorenzo de Valladolid y sirve el cordero con liturgia de misa mayor y parece que suena el 'Agnus Dei' de la Misa de Coronación de Mozart en Azpeitia el día de San Ignacio. Margarito tiene en la mollera instituir el lechazo como medida de las cosas de Castilla y me parece bien. Yo quiero poner de moda la bota de vino como promesa de todas las felicidades.
¿Quién quiere tener tres terabytes de espacio en la nube habiendo lechazo para comerse con Peláez y una bota de vino para echársela a los toreros, pasar el pan duro de la jornada de caza y en general para levantar los brazos, poner así los labios y apretar la vida a ver qué sale. Somos una vanguardia orgullosa de pandereta y de charanga y si pensamos en las cosas trasversales de les gallinas y tal, la verdad es que nos entra un descojono que no veas.
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Hay una España no evidente a la que no va la gente no sé por qué. El lechazo con vino de Dehesa de los Canónigos me ha sentado mejor que una tortillita francesa con agua mineral. He parado la furgoneta en La Pedraja del Portillo al final de la calle donde vive Aurelio Martín, una casa con vigas de madera y una bandera de España. «La reconocerás por la bandera», me dice Aurelio al que conocí en la acera izquierda de la Cuesta de Santo Domingo y hasta hoy.
Cada pocos años paso por esa casa que siempre está igual y en la que suena el timbre más que un narcopiso de Malasaña, porque aparecen Hugo y Ramón González el biógrafo de Delibes, y María Eugenia que quiere que un día llevemos a los niños a la cosechadora de Román. Vienen a escuchar no sé qué que voy a contarles sobre la guerra de Ucrania en la Semana Cultural que organiza en el auditorio del pueblo donde los invitados hacen el paseíllo con pasodoble. Después, regreso a casa en la furgoneta en la soledad de la noche por la carretera de Olmedo con el maletero lleno de mantecados, de paquetes de azúcar, ristras de ajos y el recuerdo de los abrazos de los amigos que son de verdad. Lo demás es aire y artificios.
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