Hace dieciséis años, en el mes de febrero para ser más preciso, Vladímir Putin, la estrella política emergente de la disolución de la Unión Soviética, fue recibido en España con todos los honores. Muchos recuerdan los elogios que su presencia despertó: las relaciones con la ... nueva Federación Rusa, después de tanto tiempo considerada la culpable de todos los males que sufríamos, abría unas perspectivas interesantes para el conocimiento de los dos pueblos, para la economía, el turismo y la diplomacia. La visita fue preparada con mucha antelación y con la atención puesta en todo tipo de detalles. Los diplomáticos estaban advertidos por La Moncloa de que no podía cometerse ningún fallo. Ya con el programa prácticamente cerrado, una palabra, solo una, vino a echar todos los planes de la visita por el suelo. La víspera, cuando las invitaciones para asistir al momento cumbre, acto en el Congreso, ya estaban camino de la imprenta, el fallecido presidente Manuel Marín dio un salto en su sillón. «¡Esto hay que arreglarlo ahora mismo!», cuentan que gritó.
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En estos casos es frecuente que las traducciones generen problemas de sutileza diplomática en la interpretación. Pero esta vez enseguida se mostraron más graves. La Embajada había marcado unas pautas para los nombres y cargos y una de ellas era la referencia textual que se daba a la esposa del presidente ruso, la honorable señora Lyudmila Aleksandrovna: ni más ni menos que el de «señora Putina». «¿Cómo se ha colado esto?», vociferó Marín. «Es lo que nos han enviado los rusos, letra por letra –respondió tembloroso el funcionario de turno–, y son muy puntillosos. Siempre se quejan de que todo lo traducimos mal». «Pues esto hay que arreglarlo ahora mismo, lo entenderán. Lo entenderán. Ellos hablan bien el castellano. Saben lo que significa Putina. Seguramente no cayeron en semejante barbaridad. Hay que buscar fórmulas alternativas… Vale señora Putin, pero ¿Putina?».
Contra lo previsible, en la Embajada no quisieron escuchar razones. La primera respuesta fue contundente: no se podía cambiar nada que venía de Moscú y menos tratándose de la primera dama y madre de las dos niñas del matrimonio –Mariya y Katerina, ahora penalizadas por el belicismo de su padre, dicho sea de paso–. Era un tema delicado y, por lo tanto, muy secreto. Las mentes pensantes se pusieron en modo alarma. Era inimaginable que una palabra frustrase una visita tan importante, casi peor aún, que la convirtiera en argumento de chistes fáciles ridiculizando a unos invitados del Estado. Al fin, como todo en la vida, se acaba arreglando, y gracias a la flexibilidad de nuestro idioma, la situación se salvó in extremis cambiando la expresión. Lamentablemente no recuerdo textualmente cómo. En los archivos del Congreso se conservará.
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